El presente
ensayo es el desarrollo de una relación presentada al Congreso
Tomista de Roma en Noviembre de 1936. Corresponde al capítulo IV
del libro 'Cuatro Ensayos sobre el Espíritu en su Condición
Carnal' publicado en 1939.
CIENCIA Y FILOSOFÍA
Jacques
Maritain
I
ESTADO DE LA
CUESTIÓN
Cuando
tratamos de la discusión sobre la ciencia y la
filosofía, entendemos esas dos palabras en el sentido que
han tomado en los tiempos modernos, y según el cual la ciencia
designa ante todo las ciencias matemáticas, físico-matemáticas y
naturales, o, como también se dice, las ciencias positivas y las
ciencias de los fenómenos; mientras que la filosofía designa ante
todo la metafísica y la filosofía de la naturaleza. Quizá, por
razones que se harán, lo espero, suficientemente claras en el
decurso de esta exposición, convendría considerar aquí no sólo la
filosofía, sino más generalmente la sabiduría, lo cual nos conduce
en cierto sentido a la antigua distinción, hecha clásica por San
Agustín, entre la ciencia y la sabiduría. Asimismo, la palabra
filosofía es un nombre de modestia – muchas veces real,
esperémoslo, algunas afectadas –, y ese "amor de la
sabiduría" nada es si él mismo no es ya una
sabiduría.
El problema
no consiste en saber si la ciencia es buena o mala en sí misma: es
buena, es una dignidad y una nobleza del espíritu, responde a la
vocación del ser humano de dominar sobre la naturaleza. La
cuestión está en saber si es mejor que la sabiduría, o si la
sabiduría es mejor que ella, es decir, si la sabiduría, la ciencia
que es sabiduría, es mejor que la ciencia que es sólo ciencia y
que no es sabiduría, por buena que esa ciencia sea en sí misma.
San Agustín decía que cada uno de nosotros debe hacer aquí una
elección, dar la preferencia a la sabiduría o a la ciencia, al
conocimiento matutino, en el brillo de las cosas divinas, o al
conocimiento vespertino, en el crepúsculo de lo creado. Y las
civilizaciones también deben hacer semejante elección. La tragedia
de la civilización moderna no proviene de que ha cultivado y amado
la ciencia en un grado muy elevado y con éxitos admirables, sino
de que esa civilización ha amado la ciencia contra la
sabiduría.
A decir
verdad, los problemas concernientes a la ciencia y a la filosofía,
se han renovado y complicado en nuestros días de un modo
extraordinario. Por una parte, los progresos de la ciencia misma,
por otra las especulaciones de los filósofos de la ciencia y de
los lógicos, han originado esas renovaciones.
La crisis de
crecimiento de la física moderna no sólo ha lanzado a la misma
ciencia por caminos enteramente nuevos, mas la ha liberado de
muchos seudodogmatismos y de seudometafísicas, particularmente del
materialismo de los físicos "del tiempo de la reina
Victoria", como dice Eddington, con su pretensión de
"explicar" un buen día según las visiones del determinismo
mecanicista la esencia de los cuerpos, incluso el desarrollo de
todos los sucesos del universo, y ha conducido a la física a
adquirir una conciencia clara de su propia naturaleza. Por otra
parte, esa misma crisis de crecimiento, al disminuir la
pretensiones dogmáticas de la ciencia experimental, ha
transformado profundamente – en ese campo y por contagio en
algunos otros – el trabajo y los métodos de la razón, le ha
enseñado una libertad embriagadora, una nueva y terrible
libertad, para retomar una frase empleada por Dostoievsky a
propósito de algo enteramente diverso. Del lado de los teóricos de
la ciencia y de los lógicos, se ha cumplido conjuntamente un
considerable trabajo.
Mientras que
en Inglaterra, Russell, con más brillo que solidez, trataba de
arruinar la lógica de la predicación y de derrumbar toda frontera
entre la lógica y la matemática, y Whitehead, después de esto, se
esforzaba por trascender el nominalismo científico a fin de
reconstruir una teoría del conocimiento y una metafísica de alto
estilo, Meyerson, en Francia, demostraba que la ciencia tal como
se hace testifica contra el esquema positivista de la ciencia, y
descubre un incoercible deseo ontológico, que por lo demás ella es
impotente para satisfacer; en nuestros días otro filósofo francés,
Bachelard, acentúa más la invención creadora por la cual la
ciencia conduce sus símbolos al encuentro de las cosas y
experimenta ella misma su propia libertad, y las mutaciones
producidas en la vida de la razón, relativizada y dialectizada,
inclinada a una agresividad general y a una especie de deber de
imprudencia y de inseguridad.
Pero es
preciso no olvidar que la influencia de todos los grandes
movimientos contemporáneos de pensamiento obra, y bajo los más
variados modos, sobre la noción que nos formamos de la ciencia.
Por una parte, la fenomenología alemana, el bergsonismo, el
pragmatismo, el tomismo, presentan cada uno su concepción general
de la vida del conocimiento, y sus visiones sobre la naturaleza
del saber. Por otra parte, unas corrientes de orden más práctico
que especulativo vienen todavía a complicar el trabajo del
espíritu.
Particularmente las
concepciones que se inspiran en el materialismo dialéctico y que
son un desenlace de la corriente racionalista moderna, ejercen
como del exterior una influencia bastante poderosa sobre ciertos
sectores del pensamiento científico, y por esta causa no podemos
descuidarlas. La palabra marxista tiene resonancias políticas que
convierten su empleo en muy poco expeditivo en una exposición de
filosofía especulativa. Sin embargo se ve que el pensamiento de
Marx, aunque esencialmente orientado hacia la práctica, encierra
una filosofía cuya potencia interna e importancia histórica son
considerables.
El profesor
Tawney es de parecer que en sus doctrinas económicas Marx "es
el más atrasado de los maestros": lo más grave en el
acontecimiento marxista está precisamente en que nos presenta el
caso de un filósofo que precipita la filosofía (la filosofía
hegeliana) en la actividad práctica, social y política,
considerada como su verdadera esencia, su verdadera vida y su
auténtica verificación. Al principio existía la Acción, ha escrito
Goethe. Ahora tenemos la substitución plena, en el propio
pensamiento, del Verbo por la Acción. Una tal substitución lleva
lejos y a resultados Insospechados por el mismo Marx. Cuando un
estado pretende imponer como una reivindicación política la
adhesión de todas las poblaciones de una misma raza y de una misma
sangre en una determinada Wieltanschauung, esa pretensión
infinitamente deshonrosa para la filosofía es la última
transformación del abandono que un día, en el último extremo del
hegelianismo, ha hecho de sí misma la filosofía en favor de la
práctica, del Golpe de mano que era al comienzo.
II
EL EMPIRISMO
LÓGICO
La
epistemología de la escuela de Viena es enteramente diversa de la
epistemología marxista y aun opuesta a ésta.
El nombre de
Círculo de Viena fue empleado por vez primera en 1929. Primero
correspondió a una asociación filosófica creada en Viena por
Moritz Schlick, muerto trágicamente, desde entonces designa un
grupo de filósofos-hombres de ciencia, cuya orientación común es
un empirismo lógico o un fisicismo debido a influencias históricas
muy diversas, particularmente a la influencia de Mach y de
Avenarius, a la de Poincaré y de Duhem, de Peano, de Russell y de
James, y a la de Einstein. Además de Moritz Schlick, los
principales representantes de esa escuela son Rudolf Carnap,
Philipp Frank, Otto Neurath y Hans Reichenbach.
Mucho se
aprende sobre la ciencia cuando se oye hablar a los sabios, como
sobre el arte cuando se escucha a los artistas. Ya he notado, por
otra parte, cuán sugestiva me había parecido la manera con que
Einstein respondía invariablemente a ciertas cuestiones
concernientes al tiempo y a la simultaneidad, cuando las
importantes discusiones científicas ocasionadas en abril de 1922
por su visita al Colegio de Francia: "¿qué quiere decir esto
para mí, físico? Indicadme un método determinado para tomar
físicamente ciertas medidas, mediante las cuales tal resultado
observado recibirá tal nombre; solamente entonces sabré lo que
queréis decir". Me parece que un problema semejante se halla
en la base de las investigaciones de la escuela de Viena: ¿qué
quiere decir esto para mi, sabio? Trátase de distinguir los
enunciados que tienen un sentido para el sabio y los enunciados
que no tienen sentido para el sabio.
Prosiguiendo
este análisis, los lógicos vieneses han aclarado que los
enunciados que poseen un sentido para la ciencia no se
pronuncian sobre la naturaleza o la esencia de lo que es, sino
sobre las conexiones entre las formulaciones o los símbolos que
nuestros sentidos y sobre todo nuestros instrumentos de
observación y de medida nos permiten elaborar con relación a lo
que nos aparece en nuestras experiencias vividas; la ciencia no
llega al ser de las cosas, sino a las relaciones matemáticamente
instituibles entre esas formulaciones tomadas sobre las cosas, y
solamente las cuales permiten, digo en el orden propio y sobre el
plano propio de la ciencia, una comunicación o un lenguaje bien
establecido, una intersubjetivización sometida a reglas
fijas de significación.
Si digo esta
mesa, estas palabras no significan para el sabio una substancia
que se presenta bajo una determinada figura y bajo determinadas
cualidades, y de la cual por lo demás nada puede saber como
físico. Significan un determinado conjunto de percepciones unidas
por unas regularidades expresables – la posibilidad permanente
de sensación de la que antes hablaba Stuart Mill –, unida a un
cierto número de determinaciones matemáticas y lógicas que la
hacen intersubjetivable.
Si digo la
materia, esa palabra, para el físico, tampoco significa una
substancia o un principio substancial, sobre cuya misteriosa
naturaleza se preguntaría, para responder con Dubois-Reymond, si
es sabio: ignorabimus. Para el sabio la palabra materia
significa únicamente un determinado conjunto de símbolos
matemáticos establecidos por la microfísica y sometidos por lo
demás a una perpetua renovación, y en el que ciertas observaciones
y mediciones perfectamente designables son expresadas según las
reglas del cálculo diferencial o del cálculo tensorial y según la
sintaxis de determinadas construcciones teóricas de conjunto, por
otra parte provisorias, como la teoría de los quanta o las
síntesis de la mecánica ondulatoria.
Todo esto es
muy bello, pero es preciso tener el coraje de ir hasta el fin. Un
aserto como yo soy o yo existo, enunciado a la
manera con que Descartes por ejemplo lo enunciaba, no tiene
sentido para el sabio, porque un enunciado provisto de sentido
científico expresa una relación estable entre dos formulaciones
reducibles en definitiva a tal o cual clase de experiencias
sensoriales; y la existencia, en la fórmula cartesiana, no es una
tal formulación. Una afirmación como yo hablo ante un auditorio
compuesto de personas humanas, enunciado del modo con que lo
enuncia el sentido común, igualmente está desprovista de sentido
para el sabio, pues la persona no es un símbolo
sensorio-matemático manejable para la ciencia. Esos asertos
tendrán sentido para el sabio cuando las palabras "existencia" y
"persona", luego de una reforma conveniente, hayan perdido toda
significación para el no especialista.
Generalmente
hablando, todo enunciado que de por sí lleve al ser o a la esencia
misma es eliminado como carente de sentido para el sabio; y
naturalmente las necesidades racionales pierden al mismo tiempo su
carácter absoluto; lo que los filósofos llaman los primeros
principios de la razón, no expresa más que ciertas regularidades
verificables en ciertos casos y no verificables en otros. Las
discusiones referentes al determinismo científico y al principio
de indeterminación de Heisenberg han esclarecido este punto en lo
que concierne al principio de causalidad, o, más exactamente, en
lo que concierne a la reforma que sufre la idea de causalidad en
el dominio de la ciencia experimental.
Y no veo del
todo por qué el principio de no contradicción – debidamente
privado de toda significación ontológica – no estaría expuesto un
día a la misma suerte, si algún día la introducción del valor
simultáneo del sí y del no en una expresión simbólica permita la
formulación matemática de un conjunto de observaciones y de
medidas con más elegancia o facilidad, o uniendo en una síntesis
general las teorías provenientes de diferentes sectores de la
ciencia y que sin esto no podían ser conciliadas.
Todo esto
significa que la inteligencia es una especie de testigo y
regulador indispensable del sentido en el trabajo científico, pero
que permanece, si así puedo decir, al margen de ese trabajo. Los
sentidos y los aparatos de medida son los únicos que ven en la
ciencia, y la inteligencia no se halla allí sino para transformar
los signos que expresan lo que de este modo ha sido visto
siguiendo las reglas de la sintaxis matemática y lógica (que por
lo demás consiste para los vieneses en puras transformaciones
tautológicas). La inteligencia está instalada en la oficina
central de la fábrica, donde coloca en fichas y somete a un
cálculo cada vez más extenso todas las indicaciones que se le
traen. Permanece fuera del taller donde se efectúa directamente el
trabajo, le está prohibida la entrada al taller.
III
LA IDEA TOMISTA DE LA
CIENCIA DE LOS FENÓMENOS
La
teoría de la ciencia experimental propuesta por los vieneses
padece a mi juicio de ciertos errores filosóficos particulares,
que llevan especialmente a la noción del trabajo lógico y a la
noción del signo. El trabajo lógico, en el cual el espíritu pasa
de un enunciado a otro enunciado en virtud del razonamiento y de
la conexión de las ideas, no es, como piensan los vieneses, un
simple proceso tautológico, en el cual solamente transformaríamos
las expresiones simbólicas de un mismo pensamiento; no es una
simple repetición de lo mismo, el espíritu pasa en él de una
verdad a otra verdad.
En cuanto a
la noción de signo, ella no se relaciona con nuestros estados de
conciencia, sino con los objetos, independientes de nuestros
estados subjetivos aunque constituidos en su condición de
inteligibilidad propia por la actividad de nuestro
espíritu.
Sobre todo
la teoría de los vieneses padece un purismo positivista sobre el
cual volveré en seguida. Pero en lo referente a un determinado
aspecto característico de la estructura de la ciencia, ella
insiste sobre una verdad funcional que a decir verdad ellas no han
descubierto (la reciben más bien de los sabios) y la cual es
debida a la toma de conciencia que la ciencia moderna,
particularmente la física, ha efectuado de sí misma. Esa verdad
consiste en que la ciencia – la ciencia en el sentido moderno de
la palabra – de ningún modo es una filosofía, y exige por
consiguiente, si me atrevo a usar este barbarismo, la
desontologización completa de su léxico nocional.
La empresa
es más ardua de lo que parece, reviste un carácter de heroicidad,
implica una lucha sin cuartel contra el lenguaje, porque el
lenguaje está inevitablemente cargado de inteligencia y de
ontología; y es muy curioso comprobar que esa lucha desesperada
contra el lenguaje caracteriza en nuestros días, en regiones muy
diferentes, dos de los esfuerzos de conquista más típicos y bellos
del espíritu, el esfuerzo científico y el esfuerzo poético; tal
vez sólo los místicos a decir verdad estén en condición de
finalizar felizmente una tal lucha: porque no necesitan del
lenguaje, al menos en una determinada zona y en determinados
momentos de experiencia o de actuación.
Pero dejemos
este paréntesis. Quiero notar esto, que sobre el punto preciso
señalado en la sección precedente (y observadas las reservas que
acabo de indicar) el estudio de la ciencia de los fenómenos tal
como se ha desarrollado en los tiempos modernos y que es algo
nuevo con relación al estado de cultura del mundo antiguo y
medieval, ese estudio hecho a la luz de los principios
epistemológicos de Santo Tomás de Aquino conduce a unas visiones
que concuerdan con las de la escuela de Viena. Cuando por nuestra
parte hemos propuesto esas visiones en obras como 'Los
Grados del Saber' y en nuestro ensayo sobre la
'Filosofía de la Naturaleza', todavía no habíamos
trabado conocimiento con los trabajos de la escuela de Viena; y la
convergencia (parcial) de las fórmulas empleadas aquí y allí nos
aparece como tanto más notable.
Se me
permitirá que resuma tan brevemente como sea posible los
resultados a los cuales había llegado.
Lo esencial,
a mi juicio, está juntamente en el repudio franco de la concepción
positivista del saber, que es un error filosófico, y en
contar con la toma de conciencia efectuada por las ciencias
de la naturaleza, toma de conciencia que es ella misma una
realidad espiritual, un dato de experiencia del más subido valor,
y que no podríamos desconocer sin seria falta y sin
peligro.
Lo que ante
todo interesa, pues, en este punto, según me parece, es la
distinción (lo que no hacen los Vieneses) de dos maneras de
elaborar los conceptos y de analizar lo real sensible. He
propuesto llamar a esas dos clases de análisis con los nombres
siguientes: la una, el análisis empiriológico; la otra, el
análisis ontológico de la realidad sensible.
Si
observamos un objeto material cualquiera, es, mientras lo
observamos, como el lugar de encuentro de dos conocimientos: el
conocimiento del sentido y el conocimiento del entendimiento;
estamos ante una especie de flujo sensible estabilizado por una
idea, por un concepto; en otros términos, estamos en presencia de
un núcleo ontológico o pensable, manifestado por un conjunto de
cualidades percibidas hic et nunc: no digo de cualidades
pensadas, sino de cualidades sentidas, objetos de
percepción y de observación actual.
Con relación
a lo real sensible considerado como tal, habrá, pues, una
resolución de conceptos y definiciones que podemos llamar
ascendente u ontológica hacia el ser inteligible, en la
cual lo sensible permanece siempre presente y desempeña una
función indispensable, pero indirectamente y al servicio del ser
inteligible, como connotado por él; habrá, por otra parte, una
resolución descendente hacia lo sensible, hacia lo
observable como tal, aun en cuanto observable; no ciertamente que
el espíritu deje de referirse al ser, lo que es completamente
imposible; el ser permanece siempre presente, pero pasa al
servicio de lo sensible, de lo observable, y sobre todo de lo
mensurable, se convierte en una incógnita que asegura la
constancia de ciertas determinaciones sensibles y de ciertas
medidas. A decir verdad, la novedad aportada aquí por la ciencia
moderna es justamente la autonomía, la separación lógica de esa
resolución descendente, que los antiguos no habían soñado en
constituir aparte como instrumento especial de ciencia. Pensamos
por una parte en la definición de los genes, de las hormonas, de
la inmunidad en biología; de la alucinación, de la represión de la
ceguera verbal en psicología; en la definición de una especie
química, o en física en la definición de la masa o de la energía;
y por otra pensamos en las definiciones filosóficas de las cuatro
causas, de la acción transeúnte y de la acción inmanente, de la
substancia corporal y de las potencias operativas. Si comparamos
esos dos grupos de definiciones, nos damos cuenta que responden a
un análisis y a una dirección intelectual enteramente diferentes.
No basta decir que en el primer caso se busca la definición por
notas sensibles – esto lo hacía ya la ciencia ‘filosófica’ de los
fenómenos tal como la practicaban los antiguos, pero tomando esas
notas sensibles como el signo y el substituto de una quiddidad
inteligible a la cual se refería en definitiva el valor del
conocimiento –, es preciso decir que en el primer caso, en el caso
de la definición por las notas sensibles entendida según el
espíritu de la ciencia moderna, se busca la definición por las
notas sensibles sin tomarlas como el signo y el substituto de una
esencia física inteligible obscuramente tocada gracias a ellas, en
una palabra, se busca la definición pura y simple por las
posibilidades de observación y de medición, por las operaciones
físicas por efectuar.
En el
segundo caso se busca la definición por los caracteres
ontológicos, por los elementos constitutivos de una naturaleza o
de una esencia inteligible, a pesar de la obscuridad con que a
veces es alcanzada ésta.
Tenemos,
pues, el derecho de distinguir esos dos tipos de análisis
conceptual y de decir que en un caso uno se ocupa de un análisis
de tipo ontológico, quiero decir orientado hacia el ser
inteligible; y en el otro, en un análisis de tipo empiriológico o
espacio-temporal, quiero decir orientado hacia lo observable y lo
mensurable como tales.
En ese
análisis empiriológico, característica de la ciencia en el sentido
moderno de la palabra, la posibilidad permanente de verificación
sensible y de medición desempeña la misma función que la esencia
para el filósofo; la posibilidad permanente de observación y de
medición equivale para el sabio, reemplaza para él lo que es la
esencia para el filósofo. Se ve que en ello hay como un esfuerzo
contra la inclinación natural de la inteligencia, porque hay que
limitarse, como a lo esencial de la noción y a su constitutivo
propio, al acto mismo del sentido, a una operación física por
efectuar, a una observación o a una medición. Es esa observación
por hacerse, ese acto del sentido, el que servirá para definir el
objeto.
Si se ha
comprendido esto, se ha comprendido la posición por ejemplo de un
Einstein en física, y la oposición más aparente que real del
filósofo y del sabio sobre cuestiones como las concernientes al
tiempo y a la simultaneidad; una tal oposición se soluciona
inmediatamente, puesto que el tipo de definición es esencialmente
diferente en los dos casos. Para el físico consciente de las
exigencias epistemológicas de su disciplina, la ciencia tiende a
las definiciones, no por los caracteres ontológicos esenciales,
sino por un cierto número de operaciones físicas realizables en
unas condiciones bien determinadas. y como, por otra parte, toda
ciencia tiende en cierto modo, y por imperfectamente que sea, a la
explicación y a la deducción, a un conocimiento propter quid, la
ciencia empiriológica estará necesariamente obligada a buscar sus
deducciones explicativas, y el último principio formal de sus
definiciones, de parte de construcciones de razón fundamentadas en
lo real, y que reemplazarán, como mitos o símbolos explicativos
bien fundamentados, a los entia realia, a las causas de orden
ontológico que la inteligencia busca cuando sigue su inclinación
natural; una tal elaboración de seres de razón fundamentados in
re, cuyos ejemplos más significativos se encuentran en la
físicomatemática, pero también en las disciplinas no matematizadas
como la psicología experimental, y por los cuales son alcanzadas
de una manera ciega las causas reales, se relaciona con el aspecto
de arte o de fabricación, cuya importancia en las ciencias
empiriológicas se ha subrayado con frecuencia y con razón. La
esencia, la substancia, las razones explicativas, las causas
reales, son alcanzadas así de cierta manera, indirectamente y a
ciegas, en unos substitutos que son mitos o símbolos perfectamente
fundamentados, construcciones de razón que el espíritu efectúa
sobre los datos de la observación y de la medición y de donde se
adelanta al encuentro de las cosas; y de este modo esas nociones
primitivamente filosóficas, se encuentran corregidas y
fenomenalizadas.
El físico se
forma del mundo, como ha dicho muy justamente F. Renoirte, "una
imagen en la cual ciertos rasgos expresan verdaderamente, no la
naturaleza, sino la estructura de lo real, y es ésta una cierta
adecuación. Por ejemplo, el átomo de Bohr significa el cuadro de
Mendelejeff; la teoría ondulatoria significa las interferencias".
Pero lo real es captado así gracias a las construcciones de
razón.
Los
espíritus fáciles que se creen fuertes se han burlado mucho de los
seres de razón de la escolástica. Vemos aquí que sólo la teoría
del ser de razón fundado en lo real puede darnos una
interpretación acabada y satisfactoria del doble carácter
paradojal – a la vez realista y simbólico – presentado por las
ciencias de los fenómenos y que a primera vista parece tan
desconcertante. Los sabios que sostienen de muy buena gana el
carácter simbólico de su ciencia, protestan por otra parte que
ésta alcanza bien la realidad. Los que afirman más, por el
contrario, el carácter realista de su ciencia, protestan con esto
que ella no pretende descubrirnos la esencia de las cosas. Sólo el
filósofo puede dar la clave de esta doble serie de testimonios.
Nada mejor que la doctrina del ser de razón muestra la perspicacia
crítica y gnoseológica de los antiguos y su cuidado de reconocer
con precisión lo que proviene propiamente de las iniciativas del
espíritu en la obra y en el cuadro de la ciencia.
Hoy día
sería necesario retomar sistemáticamente toda esa doctrina y
mostrar cómo el ens rationis interviene bajo diversas formas en
nuestra ciencia de los fenómenos (y sobre todo en las ciencias
empíricomatemáticas); a veces (como en las partes más altamente
conceptualizadas de la física teórica) es en el sentido pleno de
la palabra un ser de razón, una construcción ideal, un mito bien
fundamentado; más frecuentemente es un elemento o una connotación
de idealidad (de importancia o de "volumen" muy variable), que
llega a unirse con un núcleo de ens reale y a afectado con
condiciones de razón o coeficientes de razón más o menos
elevadamente elaborados: de suerte que la idealidad se encuentra
allí en los grados más diversos.
Las visiones
propuestas por nosotros acerca de la estructura de la ciencia
empiriológica, y que acabamos de resumir rápidamente, no han sido
siempre comprendidas con exactitud.
Unas
expresiones como "física de la cantidad" o "matematización de lo
real" no implican, como algunos han creído, la eliminación pura y
simple de toda cualidad: en las mismas matemáticas hay un elemento
cualitativo irreductible; ¡con mayor razón en la física! Todo
novicio en aristotelismo sabe que suprimir lo cualitativo, como
suprimir el movimiento, equivale a la supresión de la física.
Nosotros sostenemos que las mismas cualidades usadas por la física
moderna son matemáticamente reformadas, y que los principios de
explicación y de deducción, el propter quid, lo formal científico
(la forma faciens scire) son exigidos por eso a las matemáticas, y
buscados "en la línea de la cantidad".
En esto
mismo consiste la intelectualización progresiva de lo real físico
o sensible o la "desantropomorfización" que justamente se ha
señalado como uno de los caracteres de la ciencia moderna de los
fenómenos, mientras que por otra parte – y precisamente porque esa
intelectualización es una matematización –, esa misma ciencia, a
medida que se conoce mejor, debe renunciar, como hemos explicado,
a ser una ontología de la naturaleza.
Por otra
parte, cuando decimos que la ciencia empiriológica resuelve sus
conceptos en lo sensible, lo "sensible" no se reduce para nosotros
a las cuatro cualidades aristotélicas; esa palabra designa, de una
manera general, todo el orden de lo que por una u otra razón
procede de por sí de una operación sensorial (la lectura de un
termómetro, por ejemplo, o la observación de franjas de
interferencia).
La oposición
que se ha tentado establecer entre lo sensible y lo físico aparece
desde este punto de vista como enteramente frívola.
Gran verdad
es que la física moderna ha podido – gracias precisamente a su
estructura matemática – pasar de las cualidades sensibles, del
frío, del calor, de lo húmedo, de lo seco, como principios de
explicación, unas propiedades físicas más profundas. Pero esas
mismas propiedades físicas no son concebidas sino en orden a unas
operaciones sensoriales que les conciernen directa o
indirectamente, y pertenecen ellas mismas a la esfera de lo
sensible. Como muy justamente se hace notar, "yendo del color, del
contacto, del sonido, etc., a lo discontinuo, al movimiento, a la
atracción y a la repulsión, indudablemente se va de lo que es
superficial y confuso a lo que es profundo y exactamente
determinable, pero se va en un solo y mismo orden, que es el orden
sensible, y no se pasa de un orden a otro, de lo sensible a lo que
se quiere llamar la realidad física... En la ciencia
contemporánea, el entendimiento no opone una realidad física,
alcanzada únicamente por él, a unas apariencias sensibles, sino
tan sólo un aspecto sensible más profundo y más exactamente
cognoscible a unos aspectos sensibles superficiales y confusos."
(R.P.Blanche).
Se ve por
eso que el sacrificio del valor objetivo y de la realidad de las
cualidades sensibles a prejuicios seudocientíficos, equivaldría a
arruinar de raíz el valor objetivo de la física misma y ese
fundamento en la realidad que tanto interesa reconocer a sus
entidades explicativas y sobre el cual poco ha insistíamos.
Se ve por
otra parte en qué ha consistido la falta de la física antigua, que
concede a las cualidades sensibles (y a las más primitivas, a las
cualidades del tacto) una confianza ontológica y un valor
quidditativo muy insuficientemente criticados. Las cualidades
sensibles no son "subjetivas", existen en las cosas; pero a causa
misma de la oscura unión intencional propia del sentido, no son
percibidas en su ser, son percibidas tan sólo, en su acción, en la
acción ejercida sobre el órgano. Esencialmente la percepción
sensorial no percibe las cualidades en su esencia, sino solamente
en la acción, sometida ésta misma a todas las condiciones de
relatividad del mundo físico, ejercida hic et nunc sobre el
órgano del sentido. La FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA deberá
testimoniar mucho respeto a este conocimiento del sentido – digo
en el orden mismo de la intuición invenciblemente oscura como es
un conocimiento inmediato intrínsecamente sometido a las
condiciones de materialidad –, y sin que pretenda usar el objeto
propio de la intuición del sentido como un principio de
inteligibilidad, pues el sentido me entrega ciertamente una
realidad, pero no me dice lo que ella es. (Sabe muy bien lo que
ella es en la acción material ejercida por el agente sobre el
órgano, no sabe lo que ella es en su ser, o en su constitutivo
inteligible) .
El drama de
la CIENCIA DE LOS FENÓMENOS consiste en que carece de la
inteligibilidad explicativa en ese plano mismo de lo sensible.
Entonces, o bien la ciencia de los fenómenos reemplazará las
cualidades sensibles en cuanto objetos de sensación por una simple
hipóstasis filosófica de éstas, que creerá explicatoria: éste fue
el error de la antigua física, de la ciencia de los fenómenos tal
como la concebían los antiguos y que, aunque confiese teóricamente
que las esencias de las cosas sensibles permanecen las más de las
veces desconocidas para nosotros, prácticamente se comportaba como
si la idea del calor le proporcionase – no como desconocido al
entendimiento, sino como principio de explicación el quod quid
est, la esencia inteligible de esa cualidad física que la
sensación del calor no alcanza en realidad sino en su acción sobre
el órgano, no en su ser, y que por consiguiente permanece
invenciblemente oscura para nuestro espíritu. O bien la ciencia de
los fenómenos reemplazará las cualidades sensibles en cuanto
objetos de sensación por una entidad físico matemática que implica
en un grado más o menos elevado un coeficiente de identidad y de
simbolización, de fabricación por el espíritu, pero fundamentada
en lo real – fundamentada precisamente sobre los datos de la
percepción sensorial y las mediciones físicas –, y concebida y
definida por resolución en lo observable y lo mensurable, por
relación a una operación física por efectuar. Es el caso de la
física moderna, de lo que llamamos la ciencia
empiriométrica.
Marcel De
Corte ha demostrado muy bien que el movimiento de descenso hacia
lo observable se encuentra ya en el mismo Aristóteles. "Por un
lado un movimiento de ascensión arrastra al pensamiento de
Aristóteles a una racionalización ontológica del dato sensible, y
tenemos la teoría de la materia primera, de la forma y de la
privación, las de la naturaleza, de las cuatro causas, de la
fortuna y del azar, de la finalidad y de la necesidad, del
movimiento, de lo infinito, del lugar, del vacío, del tiempo,
etc., que constituye una verdadera suma de la filosofía de la
naturaleza cuyo valor, con diversas enmiendas y que no afectan lo
esencial de la misma, permanece para nosotros, aun hoy día,
capital. Por otro lado, «la investigación de los principios del
cuerpo sensible» que, según la afirmación constantemente repetida
por Aristóteles, es el fin mismo de la ciencia física, se llevará
a cabo según un movimiento de descenso hacia lo sensible, sentido
en cuanto tal, y pensado como tal, el cual, conjuntamente con la
teoría de los cuatro elementos nacida históricamente de la
filosofía presocrática y de una primera visión física del
universo, dará la doctrina de las cuatro cualidades sensibles
elementales: caliente, frío, húmedo y seco, punto de atracción de
la física cualitativa de los escolásticos. La comparación de los
capítulos 5-9 del libro A de la Física y de los primeros capítulos
– sobre todo el segundo – del libro B de De Generatione et
Corruptione, es singularmente sugestiva bajo este aspecto: por un
lado, vemos «los principios del cuerpo físico» reducidos a la
sensación más puramente física, la del tacto (329 b 7 sq.),
pensaba en la medida de la posibilidad de su contenido neto; por
otro vemos esos mismos principios superelevados al nivel
ontológico de la materia, de la forma y de la privación (189 a II
sq.), es decir, para usar la propia expresión de Aristóteles, “al
estado de la inteligibilidad misma del ser."
Pero lo que
Aristóteles creía encontrar en los "principios del cuerpo físico
reducidos a la sensación más puramente física" es todavía un
contenido inteligible, que procede, por oscuramente que sea, del
ser explicativo; es todavía una esencia admisible para el análisis
ontológico, una quiddidad filosóficamente concebida. Por esta
razón su física experimental permanece en línea de continuidad con
su filosofía de la naturaleza y aun constituye con ella un solo
saber típico. Como lo notábamos anteriormente, no ha tenido la
idea de constituir como instrumento especial de ciencia la
resolución descendente de los conceptos, convertida por tanto en
una resolución en lo observable como tal, es decir,
desontologizada, y trasladada, para hacerse inteligible, en
símbolos explicativos – y preferentemente, en toda la medida de la
posibilidad, en símbolos explicativos de naturaleza
matemática.
IV
LA FILOSOFíA DE LA
ESCUELA DE VIENA
Creemos
que de los análisis precedentes resalta que los principios
epistemológicos tomistas permiten explicar, sin forzar ni falsear
nada, la intuición reflexiva por la cual la ciencia moderna
adquiere cada vez más conciencia de sí misma y a la cual debe su
mérito principal la escuela de Viena.
Desgraciadamente los
vieneses son filósofos. Eso se ve en seguida por la manera con que
recalcan las verdades aprehendidas por ellos, y cuya punta
aplastan, como dice Pascal. La escuela de Viena vicia una buena
intuición por una mala conceptualización, fenómeno visto muy
frecuentemente; vicia por una conceptualización positivista la
intuición reflexiva, de la que acabo de hablar, y la toma de
conciencia que la ciencia moderna efectúa de sí
misma.
Debemos
recordar aquí que los lógicos de Viena han conducido sus análisis
según un determinado espíritu filosófico que no han pensado
someter a una revisión crítica, y que procede a la vez del
empirismo, del nominalismo y de las concepciones puestas en boga
por la logística. Padecen también muchos prejuicios y muchas
ignorancias específicamente modernas. Por otra parte no conocen
sino una ciencia, la ciencia de los fenómenos, la ciencia de
laboratorio: y como buenos discípulos de Descartes se forjan de
esa ciencia, y de toda ciencia, una idea deplorablemente unÍvoca.
Por otra parte, no conocen sino una familia de filosofías y
metafísicas, en la cual, preciso es confesar con razón, desempeñan
un gran papel la arbitrariedad, la obscuridad abismal y la
orquestación doctoral de experiencias psicológicas o morales a las
cuales se pide el secreto del ser; contra esas clases de
metafísica tienen sobrada razón para protestar, y es necesario
reconocer que Carnap aventaja a Heidegger; le es fácil, muy fácil,
demostrar allí una brillante injusticia y declarar que un
metafísico es un músico que ha errado su vocación.
No nos
maravillemos, pues, de los excesos de la escuela de Viena en la
sistematización de pareceres por ella propuestos, en sí mismos
justos, que poco ha resumía al referirme a la estructura de las
ciencias mismas de los fenómenos; ya he sugerido que a mi parecer
no evita el peligro de purismo ilusorio al que naturalmente está
expuesta toda concepción positivista de la ciencia. Obsesionada
por el aspecto, por lo demás enteramente característico, pero no
exhaustivo, al cual consagra su atención, olvida que si la ciencia
no alcanza el ser de las cosas más que indirectamente y por el
medio de las construcciones de razón, sin embargo es por cierto
éste lo que así alcanza de un modo enigmático y "ciego", como
decía Leibnitz; la escuela de Viena desconoce la irreductible
tendencia realista de la ciencia de los fenómenos.
Si ella
parece explicar la estructura lógica hacia la cual tiende, como
hacia su límite ideal, la ciencia en cuanto hecha y racionalizada
cada vez más perfectamente, descuida así ciertos caracteres
profundos de la ciencia en gestación, dicho de otro modo, de la
investigación misma y del trabajo de descubrimiento científico. A
pesar de lo escandaloso que parezca a la ortodoxia positivista,
ese trabajo no puede llevarse a término sino en el sentimiento de
la importancia latente de las causas y de las esencias de las
cosas, en el clima, oscuro para el mismo sabio, del misterio
ontológico del universo. Por esa razón permanece capital el
problema de la adecuación con lo real, aunque bajo formas
enigmáticas, para sabios de la talla de Gonseth, el cual con
algunos otros matemáticos y físicos ha infligido una sensible
derrota, en ocasión del "Congreso Internacional de Filosofía de
París", en julio de 1937, a las pretensiones muy dictatoriales de
la escuela de Viena. Por otra parte, en la ciencia en gestación,
en el trabajo de descubrimiento científico, es preciso confesar
que según la palabra del Profesor Bumstead, any sort of logic (or
Ihe lack of logic) is permissible, la falta de lógica sirve tanto
como la lógica.
Sin embargo,
la falta esencial que se debe reprochar a la escuela de Viena, se
halla en otra parte, aunque en trabazón con esa primera falta. Esa
falta esencial consiste en la confusión de lo que es verdadero
(con ciertas reservas) de la ciencia de los fenómenos con lo que
es verdadero de toda ciencia y de todo saber en general; consiste
en extender a la universalidad del saber humano lo que no es
admisible sino en un sector particular de éste. De ahí procede una
negación absoluta de la metafísica, y la arrogante pretensión de
rehusar todo sentido a los enunciados metafísicos.
Hablábamos
poco ha de lo que no tiene sentido para el físico. Si se suprimen
muy simplemente esas tres palabritas "para el físico", se dirá que
lo que no tiene sentido para el físico, carece totalmente de
sentido. Uniformidad, sujeta al paso brutal de la ciencia humana,
que no está precedida por un examen crítico de la vida del
espíritu, y que no lo puede estar (pues se entraría entonces en la
metafísica para negar la posibilidad de ésta) y cuyo fundamento no
es otro, en último término, sino la superstición positivista de la
ciencia positivista. Pero la metafísica no se deja ejecutar tan
fácilmente, y antes de pensar que la cuestión: "¿Existe una causa
primera del ser?" no tiene sentido, deberemos preguntamos
primeramente si la cuestión: "¿Existe la filosofía de la escuela
de Viena" no es una cuestión desprovista de
sentido.
Con entera
razón se ha objetado a los Vieneses que si el sentido de un
juicio, no sólo en el uso propio de las ciencias experimentales
sino de una manera absoluta, consiste en su método de verificación
(experimental), que si todo juicio que no podría ser verificado de
este modo carece de sentido, entonces su propia teoría no tiene
sentido, porque no es verificable de esa manera: no es, aunque
sólo sea al principio, verificable espaciotemporalmente. En
efecto, su teoría es una teoría filosófica, una filosofía de la
ciencia; y la regla que acabo de recordar, y según la cual el
sentido de un juicio consiste en su método de verificación
experimental, esa regla es cierta de la función del juicio en las
ciencias empiriológicas, pero no es cierta sino ahí; y una
filosofía que la generaliza para el campo total del conocimiento,
y que ve en ella una exigencia de la naturaleza misma del juicio
faciens scire, por eso mismo se destruye a sí misma. Los vieneses
desconocen enteramente el método de resolución de los conceptos
que poco ha hemos llamado ontológico, y que se produce en la
dirección del ser inteligible. No ven que si todo saber
propiamente dicho supone una intersubjetivación sometida a reglas
fijas de significación, una tal intersubjetivación no se encuentra
solamente en el plano del conocimiento científico, sino también en
el del conocimiento filosófico, en el que por lo demás ella
procede de un modo muy diferente, y se refiere ante todo, no ya a
una operación del sentido, sino a una percepción inteligible. No
ven que el sentido de un juicio se toma de los objetos
inteligibles que él compone o divide en el ser, y que si ese
sentido, en las ciencias empiriológicas, implica una posibilidad
de verificación física, es porque en ese caso particular los
mismos objetos nocionales son concebidos, como ya he dicho, en
orden o por referencia a la operación del sentido.
El principal
interés de una crítica del neopositivismo consiste en que nos
advierte la falta irremediable que constituye una concepción
unívoca del saber, y en que nos recuerda por antítesis la gran
frase por la cual Santo Tomás condenaba de antemano de
Descartes.
"Es un
pecado contra la inteligencia el querer proceder de idéntica
manera en los campos típicamente diferentes – física, matemática y
metafísica – del saber especulativo."
V
CIENCIA Y
FE
Las
ideas de la escuela de Viena, en la que mucho simplismo vicia
mucha verdad, caracterizan bastante bien el estado de espíritu
medio que, reemplazando al materialismo y al viejo positivismo,
indudablemente se desarrollará en el mundo de los sabios y
especialmente de los vulgarizadores de la ciencia, y del público
al corriente, y del que tendremos que ocupamos durante algunos
años. Interesa tener en cuenta ese estado de espíritu, y ver cómo
se plantean para él los problemas concernientes a los grados del
conocimiento y del saber.
Comencemos
por los grados más elevados del conocimiento, los que se refieren
al orden suprarracional. Aquí veremos por qué, como decía al
principio, convenía formular nuestro tema como concerniente no
sólo a las relaciones de la ciencia y de la filosofía, sino más
generalmente a las relaciones de la ciencia y de la sabiduría
tomada en su más amplio sentido. Bastante notable es, en efecto,
que el neopositivismo lógico experimente muchas menos dificultades
para admitir esos grados del pensamiento que los grados, de orden
enteramente racional, que se refieren a la metafísica y a la
filosofía. La escuela de Viena no demuestra ninguna enemistad
frente a la religión, y algunos de sus representantes, tal vez en
recuerdo de Bolzano y de Brentano, testimonian una cierta simpatía
por los trabajos de los teólogos, que prefieren a los filósofos
universitarios.
Y ved cómo
las cosas de buenas a primeras parece que podrían fácilmente
arreglarse.
La ciencia
(la ciencia de los fenómenos) no conoce más que las conexiones
espaciotemporales de lo observable, no conoce al ser; no hay otra
ciencia, se agrega, no hay otro saber racional fuera de esa
ciencia. Pues bien, he aquí un gran consuelo para la apologética.
A todos los problemas relativos al ser de las cosas, al alma, a
Dios, a la libertad y al determinismo, a la naturaleza y al
milagro, la razón humana debe responder, como la ciencia
empiriológica más allá de la cual ella no puede ir: No comprende
el problema, carece de sentido para mí, y taparse la boca con la
mano.
La cuestión
posee un sentido para la fe, es la fe la que responderá. Por un
vuelco inesperado, el objeto asignado por Aristóteles a la
metafísica pasará a la fe. Si la ciencia no alcanza el ser, es la
fe, al menos para el que ha recibido ese don, la que lo alcanzará.
Coronemos de neofideísmo al neopositivismo y todo marchará sobre
rieles, y con una notable economía de gasto
intelectual.
Sin embargo
las soluciones y conciliaciones adquiridas a expensas de la
inteligencia jamás son sólidas. Interroguemos sobre la fe a los
que creen: evidentemente son testigos competentes. ¿Qué dicen?
Dicen que para ellos la fe es una adhesión obscura a la Verdad
primera, por lo tanto es un cierto conocimiento; no un saber
propiamente dicho, sino un conocer; si no es algún conocer, no es
nada. Pero si todo enunciado de tipo ontológico carece de sentido,
no solamente para la ciencia empiriológica, sino pura y
simplemente, ¿cómo guardarán un sentido los enunciados de la fe?
Ved cómo la fe corre el peligro de ser considerada, según el
esquema racionalista ya trazado por Spinoza, como una simple
disposición afectiva y práctica sin contenido de verdad ni valor
de conocimiento. Por otra parte la fe supone aportes racionales,
implica por ejemplo, para la razón, la posibilidad de demostrar la
existencia de Dios a partir de las creaturas. Y esto también
perecerá en la concepción neopositivista del conocimiento y de la
vida de la razón.
En realidad
la fe, que no es una ciencia o un saber, porque su objeto no es
visto ni experimentado por la inteligencia, sino solamente creído
ante el testimonio de la Verdad primera, la fe teologal es con
toda realidad un conocimiento, y por el medio de las fórmulas
reveladas se adhiere vitalmente a la misma cosa que es su objeto,
es decir, al ser íntimo y personal de Dios; a pesar de que llegan
a lo que sobrepasa infinitamente nuestros medios naturales de
aprehensión y de verificación, esas fórmulas tienen un sentido
juntamente nocturno e iluminador, gracias a lo que se puede llamar
la sobreanalogia de la fe; en efecto, en el conocimiento de fe
todo el proceso del conocimiento parte del seno mismo de lo
transinteligible divino, del mismo seno de la deidad, para
ascender nuevamente a él; es decir que de allí procede, efectuada
por la libre generosidad de Dios, la elección, en el universo
inteligible que cae bajo nuestros sentidos, de objetos y de
conceptos de los cuales sólo Dios sabe que son signos analógicos
de lo que está oculto en él, y de los cuales se sirve para
hablamos personalmente de Sí en nuestro lenguaje.
Estamos aquí
ante un tipo de conocimiento que trasciende absolutamente el
conocimiento empiriológico característico de las ciencias de los
fenómenos. Es de otro orden, de un orden divino y sobrenatural, y
la inteligencia, bajo la acción conjunta de la voluntad y de la
gracia, en él conoce sin veda la Verdad subsistente que será un
día su gozo eterno.
Con la fe
teologal se relacionan, según Santo Tomás de Aquino, dos tipos de
ciencia o de saber, no en el sentido moderno de la palabra
ciencia, sino en el sentido auténticamente muy amplio de
conocimiento cierto por las causas o por las razones de ser; dos
tipos de ciencia que son al mismo tiempo sabidurías, es decir, en
las que el conocimiento se efectúa en la luz de las causas
primeras: tales son lo que pueden llamarse la sabiduría de fe
razonadora o la teología discursiva y la sabiduría de fe amorosa o
la teología mística.
La teología
discursiva, aunque exista en nosotros en un estado imperfecto,
porque trabaja apoyada en principios que ella misma no ve, y que
no son vistos más que por la ciencia de los espíritus que van a
Dios, es, verdadera y realmente un saber, una ciencia, porque es
capaz de penetrar de alguna manera su objeto, que es Dios, con
certeza y por las causas o razones de ser (es decir, aquí, por
Dios mismo). Pendiente por intermedio de la fe de la ciencia que
Dios tiene de Sí mismo, procede por el medio de las necesidades
conceptuales a partir de los principios de la fe; es un saber
comunicable, un saber de modo racional, cuya raíz es sobrenatural
y suprarracional.
Encima de
ese saber está la sabiduría de fe amorosa o teología mística.
Notemos que los antiguos teólogos se empeñaban mucho para que se
reconociera su carácter de saber o de ciencia: también ella, en
efecto, es capaz de penetrar de algún modo su objeto, que es Dios,
con certeza y por las causas o razones de ser (es decir, en tal
caso, por Dios mismo). Pero aquí el modo propio de conocer no son
ya las necesidades conceptuales, es la connaturalidad de amor o la
asimilación de amor con Dios; y por eso el modo mismo de conocer
es aquí sobrenatural y suprarracional.
Saber
incomunicable, ciencia que no consiste en aprender sino en padecer
las cosas divinas, ciencia suprema que es la más nocturna y la más
humanamente desasida, y que no es para los sabios sino para los
pobres, pues no se forma por los conceptos sino por el amor de
caridad.
Poco ha
decíamos que en la ciencia de los fenómenos la inteligencia
permanece en cierto modo fuera de la obra del saber. Aquí no es
solamente la inteligencia del hombre la que está dentro del saber,
está también su amor, está todo él en persona, está el yo humano
completo con la Trinidad divina que mora en él. He querido,
también yo, insistir sobre el hecho de que la contemplación
mística, aunque sea por relación a todos nuestros modos naturales
de conocer una nesciencia, y, como dicen el seudo-Dionisio y San
Juan de la Cruz, un rayo de tinieblas para nuestra inteligencia,
sin embargo es verdaderamente un saber y una ciencia, de tipo
supereminente, un saber del cual un filósofo como Bergson, es su
grandeza, ha reconocido ser de por sí más elevado y más seguro que
el saber de los filósofos: por ello se nos hace más sensible la
amplitud analógica de la palabra ciencia cuando se la vuelve a su
verdadero sentido, y por ello vemos mejor qué miseria implica para
el espíritu la restricción del saber al tipo, seguramente noble y
digno en sí mismo, pero el menos elevado de que es capaz esa
amplitud analógica, al tipo de saber empiriológico que caracteriza
a las ciencias físicomatemáticas y generalmente a las ciencias de
los fenómenos.
VI
LA EPISTEMOLOGÍA DEL
MATERIALISMO DIALÉCTICO
Dejando
de lado, por otra parte, los prejuicios y las posiciones tomadas
por la escuela de Viena, dedúcese que de una manera general (no
hablo de tal o cual vulgarizador) ella reconoce que la creencia
tiene un dominio fuera del campo propio de la ciencia contra el
cual la ciencia como tal no tiene que formular ninguna
prohibición; unir la ciencia a una concepción general ateísta, o
hablar de un "ateísmo científico" es a sus ojos un puro
no-sentido. En esto se opone radicalmente a las tendencias, que ya
he mencionado al comienzo de este capítulo, de la ideología
marxista, y a la filosofía de la ciencia propuesta por el
materialismo dialéctico.
Esta
oposición me parece tanto más sugestiva cuanto que la teoría
vienesa ha nacido de una reflexión – más o menos bien conducida –
de lógicos y de sabios sobre las condicIones propias de la ciencia
moderna; es, si puedo decido, de origen endogenético; por el
contrario la teoría marxista de la ciencia es de origen
exogenético, proviene de una concepción general del hombre y del
mundo, de tendencia históricosocial, y es esta Weltanschauung la
que impone a los partidarios del materialismo dialéctico una
determinada interpretación de la ciencia. Si recordamos los lazos
originales entre el marxismo y la izquierda hegeliana, no nos
maravillaremos que la puerta que el neopositivismo deja abierta
sobre el horizonte religioso sea, en la epistemología marxista,
una puerta brutalmente cerrada.
Hay en esa
epistemología un cierto número de rasgos que no son como para
desagradar a un tomista: su aversión por el idealismo, su
afirmación de la realidad del mundo exterior, la parte que concede
al cuerpo en el conocimiento mismo (en las primeras etapas del
conocimiento humano), la importancia (desgraciadamente principal)
que reconoce a la causalidad material, el sentimiento que tiene
del devenir histórico (y el cual, reducido a proporciones justas,
sería un sentimiento altamente filosófico, pero que en ella lo
devora todo). También el dogmatismo marxista, aunque nos aparezca
como una falsificación de la verdadera fuerza doctrinal orgánica,
al menos tiene el valor de la unidad sistemática. Y asimismo el
ateísmo marxista, por absurdo que lo juzguemos, supone al menos
que a la cuestión: Dios es o no es, es necesario que responda la
razón humana, sin ocultarse en los paréntesis de una ciencia de
los fenómenos de la que no querría salir.
Dicho esto,
señalaré dos caracteres enteramente típicos de la epistemología
marxista: lo que se puede llamar su practicidad y lo que se puede
llamar su dialecticismo. Por el modo con que sostiene uno y otro,
esta teoría de la ciencia es a mi parecer la destrucción de la
ciencia.
En
definitiva, el marxismo no solamente ordena a la acción al
conocimiento como tal (lo cual, según Aristóteles, es propio
solamente de una cierta categoría de conocimiento); sino que hace
consistir el mismo conocimiento en una actividad sobre las cosas,
en una actividad de trabajo y de dominación de la materia y de
transformación del mundo: si Aristóteles tiene razón al considerar
la actividad ad extra, la actividad "transitiva", como el modo
propio de actividad, no del espíritu, sino precisamente de los
cuerpos, de los agentes físicos, claro está que esa concepción
demiúrgica del conocimiento es algo así como una idea de titanes
todavía no indiferenciados de la materia y esclavos de ella, y que
mueven en la tierra sus miembros hechos de raíces y de
piedras.
Gran verdad
es que el aspecto práctico predomina en. la ciencia desde Bacon y
Descartes y que se ha impuesto con fuerza particular en los
tiempos modernos, en razón de los estrechos vínculos entre nuestra
ciencia y la industria. Pero ese aspecto práctico jamás llegará a
abolir el irreductible valor especulativo de la ciencia, dicho de
otro modo la relación de verdad, con sus criterios propios.
Admitimos
que lo que en el mundo moderno interesa al sabio y lo alienta a
trabajar en labores que conceden avaramente las delectaciones
intelectuales, sea cada vez más el deseo de obrar sobre el mundo y
de transformar la materia: ése es el fin del que obra (finis
operantis). Pero el fin de la obra misma o de la ciencia misma
(finis operis), lo que interesa a la ciencia como tal, el único
término que persigue aun en cuanto interpretación matemática de
los fenómenos, es todavía y siempre el conocer. La supresión de
esa finalidad especulativa en las ciencias empiriológicas, la
privación de su naturaleza especulativa, equivaldría a colocarse
inmediatamente fuera de la cuestión; es una especie de barbarie
que, si poseyese un poder eficaz, desecaría en su misma raíz la
actividad cognoscitiva.
El segundo
carácter de la epistemología marxista es su dialecticismo.
Pretende encontrar en las ciencias mismas el proceso típico de la
dialéctica entendida en el sentido que Marx da a esa palabra: el
automovimiento de lo concreto por negación de la posición
presente, negación de la negación, etc.; y como no puede llegar a
él con la sola consideración de la relación de la ciencia con su
objeto, ella viene a parar al movimiento de la ciencia misma en el
tiempo, a la historia de la ciencia. Es una gran verdad que la
ciencia humana, en virtud de su estructura, exige evolucionar en
el tiempo, tener una historia, y que por consiguiente implica un
cierto movimiento dialéctico, debido a la interacción de la lógica
interna de las ideas con ] as necesidades y disposiciones del
sujeto pensante. Pero lo que aquí quisiera advertir es el
procedimiento típico del materialismo dialéctico: ese
procedimiento consiste, no en reconocer solamente la importancia
de la historia, sino en servirse de la historia de una cosa para
escamotear la naturaleza de esa cosa, y explicar así la cosa
reemplazándola por su historia. La historia de la poesía presupone
la poesía. ¿Va usted a estudiar la poesía y a inquirir en qué
consiste (lo cual, por lo demás, no impide, antes bien lo exige,
referir también la historia de la poesía? De ningún modo: si usted
quiere ser iniciado en los secretos de la dialéctica vaya a
referir cómo la poesía se desenvuelve en la historia gracias a una
serie de contradicciones internas, oposiciones y síntesis
sucesivas, engendrando tal estado de la poesía a tal otro por
autonegación, saliendo el romanticismo del clasicismo, y
originándose la poesía proletaria de la poesía burguesa que al
negarse se sobrepasa, etc. Y esto es todo, no hay nada más que
decir de la poesía. El materialismo dialéctico la habrá explicado.
Todo eso supone, bien entendido, unas nociones empíricas
acumuladas en mayor o menor número sobre la poesía, pero ningún
análisis filosófico de la naturaleza de ésta. Se pide a la
historia la forma científica, la explicación que decididamente
hace saber.
Aunque
semejante historia sea exactamente referida, dichos estados bien
observados y bien descriptos, toda la verdad que haya en esa
supuesta explicación no habrá servido más que para imposibilitar y
aniquilar los problemas de ciencia y filosofía referentes a la
naturaleza del objeto y a la verdad constitutiva. Y, además, una
tal historia no podría ser exactamente referida, precisamente
porque no se contenta con ser una historia, sino que hace afluir
hacia sí todas las pretensiones explicativas que ha arrebatado a
la ciencia y a la filosofía. Usará inevitablemente de hechos de un
modo arbitrario, la filosofía hará mentir a la historia y la
historia hará mentir a la filosofía.
Así
entendida y practicada, la dialéctica es un extraordinario
instrumento de ilusión. Yo no soy absolutamente enemigo de la
dialéctica, ni de la dialéctica en el sentido de la antigua
lógica, ni de la dialéctica del concreto comprendida como un
desarrollo histórico debido a la lógica interna de un principio o
de una idea en acción en el concreto humano. Pero la dialéctica
hegeliana es algo completamente diverso y ésa es la que ha
arruinado todo. En cierto sentido, Marx está en relación con Hegel
como Aristóteles con Platón. ha hecho descender la dialéctica
hegeliana del cielo a la tierra: se ha hecho más perniciosa. En
este momento hablo de la dialéctica hegeliana mudada por Marx y
considerando su virtud lógica en estado puro. No hay ya causas y
efectos en el ser; todo se hace absolutamente sólo en la historia
por el juego de las antinomias inmanentes.
Mientras más
realista quiera ser esa dialéctica y mientras más procure
enseñorearse de lo real y trabajado, tanto más diluye lo real para
recomponerlo según el capricho del espíritu en los esquemas de un
universo lógico, o más bien de un devenir lógico. No sé si hago
comprender perfectamente lo que me parece tan maravillosamente
sofístico en ese procedimiento. Marx ha hablado de la
mistificación de la dialéctica hegeliana. Su propia dialéctica,
por el hecho mismo de que se cree realista, repite esa
mistificación. Convierte la explicación histórica en un parásito
del conocimiento de las naturalezas, un parásito que absorbe y
aniquila en sí mismo al sujeto parasitado, y que no teniendo ya de
qué vivir, vive y prospera tanto más, hecho ideal e
ilusorio.
Pues bien,
la epistemología marxista aplica ese procedimiento universal al
caso particular de la ciencia. En principio admite un
condicionamiento recíproco entre la teoría del conocimiento y la
historia; de hecho se sirve de ésta para evitar los problemas
auténticos de aquél. La relación de la física con lo real, y los
problemas propios que plantea esa relación, pasan entonces a
segundo término; y lo que guarda toda la importancia ante el
espíritu es la relación de la física consigo misma (y con las
condiciones culturales y económicas de la humanidad), y es un
proceso dialéctico que explica el pasaje de una teoría física a
otra teoría física.
La ciencia
como energía específica de verdad, como vitalidad específica de la
inteligencia, se ha desvanecido, aniquilado en una ilusión de
explicación histórica que puede proporcionar abundantes materiales
y visiones fecundas sobre el devenir humano de la ciencia y sobre
sus conexiones culturales, pero que, en lo concerniente al
problema epistemológico propiamente dicho, da al espíritu una
satisfacción completamente ilusoria.
Quizás,
después de estas consideraciones, comprendamos mejor la profunda
oposición que existe entre la concepción neopositivista de la
ciencia y la concepción materialista- dialéctica de la ciencia. A
los ojos de los lógicos de la escuela de Viena, el materialismo
dialéctico no puede aparecer sino como una metafísica de pésimo
quilate, fundamentada sobre una idea de la materia no solamente
tonta sino carente de sentido. Para la epistemología marxista las
ideas de la escuela de Viena responden a una concepción "burguesa"
y adialéctica que aísla artificialmente al entendimiento de todas
las demás facultades de conocimiento, y por eso mismo "incapaz,
nos dice un autor marxista, de producir una teoría utilizable del
conocimiento".
Sobre
ciertos puntos sin embargo, esas dos doctrinas llegan, por razones
diferentes, a negaciones y rechazos parecidos. He dicho que el
neopositivismo deja la puerta abierta a la fe (con la condición de
que no sea un conocimiento) y a la teología (con la condición de
que no sea un saber). Pero, igualmente lo hemos visto, respecto a
la metafísica y a la filosofía especulativa es tan negativo como
el marxismo.
VII
DE LA
METAFÍSICA
Hemos
notado que para Santo Tomás existen en el orden suprarracional
unas sabidurías – la contemplación por unión de amor y la teología
discursiva –, que son saberes propiamente dichos (en el sentido
que la palabra "saber" o "ciencia" tenía para los antiguos y que
respondía a la perfección cualitativa de un conocimiento llegado,
en la línea propia del entendimiento, a una estructura adulta, si
puedo hablar así, o de completa formación).
Pero si la
contemplación y la teología pueden ser saberes, es a causa de que
primeramente puede existir en el orden racional un saber que es
sabiduría – una sabiduría accesible a nuestras fuerzas naturales
de investigación y de demostración –. ¿Es posible que la
inteligencia que se conoce y se juzga a sí misma, y que conoce y
juzga reflexivamente de la naturaleza de la ciencia, sea incapaz
de entrar ella misma en la obra del saber, es decir de ver en las
cosas, y esté condenada a permanecer siempre fuera de esa obra,
con el título de testigo y de regulador del sentido, como acontece
en la ciencia de los fenómenos? Debe existir una ciencia, un saber
de tal naturaleza que la inteligencia esté dentro de él y en él
despliegue libremente sus más profundas aspiraciones de
inteligencia precisamente en cuanto inteligencia. Tal es la
metafísica.
A diferencia
de la sabiduría mística, en la cual todo el hombre, inteligencia y
corazón, está totalmente empeñado, y que es sobrenatural por su
objeto y por su modo, la sabiduría metafísica es bajo esos dos
títulos una sabiduría puramente natural; se resuelve enteramente
en las evidencias naturales y racionales. y aunque desde el punto
de vista del ejercicio sea preciso, como decía Platón, filosofar
con toda el alma, desde el punto de vista de la especificación en
ella está empeñada sólo la inteligencia del hombre. La sabiduría
metafísica tiene por luz propia la inteligibilidad del ser
extraída en estado puro (quiero decir sin referencia intrínseca a
una construcción de la imaginación o a una experiencia del
sentido), en el grado más elevado de la intuición abstractiva. Su
objeto formal es el ser según su misterio propio, el ser
precisamente en cuanto ser, siguiendo la frase de
Aristóteles.
El
positivismo, antiguo y nuevo, y el kantismo no comprenden que la
metafísica es una ciencia auténtica, un saber, porque no
comprenden que la inteligencia ve. Para ellos sólo el sentido es
intuitivo, la inteligencia no tiene más que una función de enlace
y de unificación. ¡Cállense por lo tanto!, pues no podemos decir
yo, ni pronunciar un nombre del lenguaje, sin testificar que hay
objetos en las cosas, es decir centros de visibilidad, que no
alcanzan nuestros sentidos y que nuestra inteligencia alcanza. Y
no hay sin duda una intuición intelectual angélica, en el sentido
de Platón o de Descartes, quiero decir que esté libre de la
mediación del sentido; indudablemente nada hay en el entendimiento
que originalmente no provenga de la experiencia sensible. Pero
precisamente la actividad del entendimiento desprende de esa
experiencia y lleva en persona al fuego de la visibilidad
inmaterial en acto los objetos que el sentido no podía descifrar
en las cosas, y que la inteligencia, ella, ve; es éste todo el
misterio de la operación abstractiva; y en esos objetos que ve, la
inteligencia conoce sin verlos directamente los objetos
trascendentales que no existen en el mundo de la experiencia
sensible, es éste todo el misterio de la intelección ananoética o
analógica. El problema de la metafísica se reduce en definitiva al
problema de la intuición abstractiva, y al problema de saber si,
en la cumbre de la abstracción, el ser mismo y en cuanto ser, que
está embebido en el mundo de la experiencia sensible, pero que lo
desborda por todas partes, es o no es el objeto de una tal
intuición. Es esta intuición lo que hace al metafísico. Todos no
la tienen. Y si se pregunta por qué el positivismo antiguo y nuevo
y el kantismo desconocen esa intuición, es preciso responder, en
definitiva, que es a causa de que existen filósofos que ven y
filósofos que no ven.
En cuanto al
materialismo dialéctico, su desconocimiento de los valores
metafísicos no sólo significa que existen filósofos que no ven;
significa que también existen filósofos que construyen un mundo
sin ver. El dialéctico marxista se presenta como un mago que ha
errado su vocación, sobre todo cuando critica o más bien explica
la génesis de la razón metafísica y su futura integración final en
el conocimiento empírico.
Existe en el
mundo, nos dicen ellos, un vasto sector que todavía no está
sometido por la ciencia a la dominación del hombre: pues bien, la
metafísica y la religión (pues no distinguen esas dos cosas) no
son más que una manera de anticipar mediante la imaginación una
supremacía todavía no adquirida en la práctica; la razón
metafísica se refiere al sector no dominado, que ella pretende
construir teóricamente, de tal manera que lo domina en la
imaginación. Dios y el ser en cuanto ser han sido creados para la
dominación de ese sector que había quedado inaccesible. Cuando una
dominación real y práctica reemplace a esa dominación imaginaria,
las construcciones ilusorias de la metafísica y de la religión se
derrumbarán por sí mismas. ¿Y en qué momento sucederá esto? ¡Oh!,
sin duda alguna, cuando "la dominación práctica del mundo exterior
esté asegurada por un grado tan elevado de las fuerzas productivas
materiales, que el advenimiento de una sociedad sin clases y sin
plusvalor personal entre en la esfera de lo posible." (Max
Raphael)
He aquí,
pues, evacuados los problemas y los objetos, que en todo tiempo
los pensadores más universales y más calificados, que se llaman.
Lao-'Tse, Çankara o Râmânoudja, Platón, Aristóteles o Plotino,
Tomás de Aquino, Leibnitz o Hegel, han considerado como el terreno
de la sabiduría.
¿Es
indiscreto preguntar si esa misma evacuación histórica del
universo de la sabiduría no presupone una intrepidez metafísica
inconsciente de sí? Pues al fin de cuentas, ¿qué cosa asegura a
los teóricos del materialismo dialéctico que el mundo material
todo entero podrá ser sometido un día a la dominación del hombre?
A menos que no sean tal vez las palabras del Génesis: "Llenad la
tierra y dominadla." ¿Qué cosa les asegura que no solamente el
mundo exterior sino el mundo interior, el que está dentro del
hombre mismo, podrá ser así completamente dominado? En una
palabra, ¿están seguros que no existe algún sector no dominable?
Constituye una deshonestidad comercial el armar un almacén de
ametralladoras diciendo: "Vendo paraguas."
Es una
deshonestidad intelectual despachar la metafísica diciendo: "No
hay más metafísica, abro una manufactura de hechos sociales."
Sabemos nosotros, y profesamos que nuestras razones son
metafísicas. Y por unas razones metafísicas que creemos buenas,
estamos convencidos de la existencia de un sector no dominable.
Pensamos que no es posible que por el solo esfuerzo del hombre y
del conocimiento empírico sea vencida un día la muerte y
satisfecho el deseo que el hombre lleva en su inteligencia y hasta
en las fibras físicas de un ser. Afirmamos que la liberación
exigida por el hombre es de tal naturaleza que la posesión del
mundo todavía no lo dejaría saciado; juzgamos que el hombre es un
curioso animal que no puede contentarse con nada menos que con el
gozo absoluto.
Los
dialécticos marxistas no pueden establecer que en todo esto nos
engañamos, pues para hacer esa demostración les sería necesario
aceptar una discusión explícitamente metafísica. Y sin embargo,
mientras no demuestren que sus presuposiciones en esas materias
son exactas, sus explicaciones y evacuaciones dialécticas deberán
ser miradas como un simple engaño. Constituye una cierta
satisfacción para el espíritu el arribo a posiciones y oposiciones
tan absolutamente primordiales que los filósofos, por llenos que
estén de respeto y de amenidad para con la persona de sus
contradictores, nada puedan hacer sino renunciar a toda
posibilidad de cortesía y decirse cosas ofensivas. Mientras no se
haya resuelto negar a otro el derecho de existir intelectualmente,
no hay conflicto filosófico verdaderamente radical.
Por eso,
quizás, en virtud de una degradación del sentimiento de esa
verdad, el uso de la injuria se halla tan extendido hoy en día en
ciertos círculos de materialistas dialécticos – o de "pensadores'
racistas, fascistas o falangistas, pues desde ese punto de vista
de la lógica de la vituperación el mundo moderno está ricamente
dotado – como en otros tiempos en ciertos círculos de teólogos.
Seamos,
pues, indulgentes con ellos. Max Raphael es un filósofo marxista
particularmente distinguido. He recibido un día la traducción
francesa de uno de sus libros, La Théorie marxiste de la
Connaissance, acompañada por el más delicado homenaje del autor; y
con la lectura provechosa de esa interesante obra, tan cortésmente
dedicada, he visto que Max Raphael no puede obrar de otro modo
sino clasificar la metafísica tomista en la categoría de impostura
beatona. Personalmente también estimo mucho los trabajos de Max
Raphael; pero no puedo hacer otra cosa sino colocar la
antimetafísica marxista en la categoría de la estafa
dialéctica.
Añado que
tengo una convicción tan firme de la agilidad infinita del
procedimiento dialéctico y de la posibilidad de que haga salir de
sí en tiempo oportuno todo lo que se quiera, que no pierdo la
esperanza de que un día el materialismo dialéctico encuentre el
medio de explicar que está en pleno acuerdo con la metafísica, con
la teodicea, hasta con la revelación, y también que las llama
inevitablemente.
VIII
DE LA FILOSOFÍA DE LA
NATURALEZA
Es
preciso indicar aún, para terminar esta exposición, que en las
perspectivas tomistas la metafísica no constituye toda la
filosofía especulativa, sólo constituye su más elevada
categoría.
Debajo de la
metafísica y por encima de las ciencias de tipo empiriológico,
existe otro grado del saber, el de la filosofía de la naturaleza.
La filosofía de la naturaleza conoce el mismo mundo que las
ciencias empiriológicas, el mundo del cambio y del movimiento, de
la naturaleza sensible y material; pero en ella la resolución de
los conceptos se hace en el ser inteligible, no en lo observable y
en lo mensurable como tales. Eso es lo que la distingue de las
ciencias empiriológicas. En la filosofía de la naturaleza como en
la metafísica la inteligencia conoce abstractivamente el ser; pero
– a diferencia de lo que sucede en la metafísica – esta vez no es
ya el ser según su misterio propio; conoce el ser precisamente en
cuanto revestido de movimiento material y según el misterio propio
del mundo del hacerse. Su objeto es el ens mobile; no el ser en
cuanto ser, sino el ser en cuanto sometido al movimiento y al
devenir. Si en ella la función del juicio desemboca, como en las
ciencias empiriológicas, en las verificaciones sensibles, están
aquí esas verificaciones para asegurar la verdad del juicio, no
para constituir su misma significación. Ésta corresponde a los
objetos de pensamiento que son naturalezas inteligibles, esencias
– dianoéticamente alcanzadas en sí mismas por medio de las
propiedades – y libertadas por la abstracción a la cual hemos
llamado, retomando las indicaciones de Cayetano sobre la
abstractio formalis, intensiva o tipológica, Y sólo con la cual
comienza el saber.
Paréceme
bastante notable que, en relación al estado de espíritu
neopositivista que hemos considerado en este ensayo, mientras más
se desciende hacia el plano de la ciencia de los fenómenos, tanto
más difícil aparece la tarea de reconocer la existencia de grados
de conocimiento superior a ese plano. Los espíritus penetrados de
los prejuicios neopositivistas admitirán todavía, sin dejar de
alterar más o menos la noción, la existencia del teólogo. Mayor
dificultad mostrarán para admitir la del metafísico; y mucha mayor
todavía para admitir la del filósofo de la naturaleza, desgraciada
especie intermedia metida como una cuña entre la ciencia de los
fenómenos y la metafísica.
Esa no es
una razón para abandonar la filosofía de la naturaleza a los
prejuicios y a las ignorancias que tratan de debilitar su campo
propio. Por el contrario, es una razón para defender con mayor
firmeza los derechos del humilde y primordial sector del
conocimiento donde se origina a decir verdad toda la discusión de
la ciencia y de la filosofía. Claro está que si la inteligencia
humana es capaz de intuición abstractiva, es ante todo en el orden
más connatural a la inteligencia humana, o sea en el orden de la
naturaleza sensible, donde debe ejercer ese poder. Un conocimiento
filosófico del movimiento, de la acción transitiva, de la
substancia corporal, del organismo viviente, de la vida sensitiva,
viene de este modo a completar, procediendo según un tipo noético
y un léxico conceptual muy diferentes, los conocimientos
empiriológicos procurados sobre la naturaleza por la ciencia de
los fenómenos y del detalle experimental, por la ciencia en el
sentido moderno de la palabra.
Si los seres
matemáticos de razón que el físico usa y que establece apoyado en
los datos de la observación y de la medición están fundamentados
en la realidad y significan así en cierta manera a ésta, es
porque, por una parte, las cualidades sensibles tienen un valor de
realidad transubjetiva – la justificación crítica de esta
afirmación es tarea del metafísico –; y también porque, por otra
parte, la cantidad, en el sentido ontológico de esa palabra, es el
primer accidente de la substancia corporal, y porque el mundo de
la materia está realmente constituido in mensura et numero et
pondere, empapado por las determinaciones de un Número y de una
Medida cuyos principios o unidades ontológicas evaden por lo demás
nuestros medios de investigación. El estudio de la cantidad
física, de la cantidad como primer accidente de la substancia
corporal, pertenece al filósofo de la naturaleza.
Observemos
aquí que algunos problemas, por ejemplo el problema de la
constitución de la materia, pueden aparecer como comunes a la
ciencia y a la filosofía (a la filosofía de la naturaleza). En
realidad no les son comunes sino materialmente. Formalmente, en
uno y otro caso revisten un sentido diferente, si es verdad, según
pensamos, que el tipo de abstracción, conducente aquí a
definiciones de orden ontológico, allí a definiciones de orden
empiriológico, es específicamente diferente.
El problema
de la constitución de la materia significa para el físico: ¿cuáles
son las últimas entidades espaciotemporales físicomatemáticamente
elaboradas que permiten interpretar en un sistema coherente las
observaciones y las medidas recogidas por nuestros instrumentos
sobre los cuerpos de la escala atómica? Ese "mismo" problema
significa para el filósofo: ¿cuáles son los últimos principios
ontológicos, impuestos al espíritu por el análisis de lo real
inteligible, que expliquen esta especie de substancia, es decir de
esencia hecha para existir per se, que se llama la substancia
corporal?
Esos dos
problemas son específicamente diferentes; para poseer un
conocimiento completo del mundo natural, sería preciso poder
responder a uno y otro; el filósofo de la naturaleza no responde
convenientemente al segundo problema a menos que haga ver cómo su
respuesta puede armonizarse con la respuesta del sabio, y
encontrar una confirmación en los datos científicos
filosóficamente criticados. Pero pretender que una cuestión
suprime a la otra o la vuelve superflua, pretender que la
respuesta a la primera cuestión traería la solución de la segunda
o haría desaparecer del espíritu el planteo mismo de la segunda,
sería un puro no-sentido. Con toda tranquilidad puede
desarrollarse la ciencia en su línea propia sin que encuentre a la
filosofía; pero la inteligencia, cuando se da cuenta de la
esencial insatisfacción en que la dejan, no digo solamente las
respuestas, sino los problemas y las respuestas de la ciencia,
comprende que debe remontarse a un punto de vista superior, desde
donde se le descubrirá otro mundo, infinito también él, que es el
de la explicación filosófica.
Acabo de
decir que entre las ciencias de la naturaleza y la filosofía de la
naturaleza hay una distinción específica. Me doy cuenta que toco
aquí un problema sobre el cual están divididos espíritus
eminentes. Los antiguos tomistas consideraban la filosofía de la
naturaleza, con los diversos tratados experimentales que están
vinculados con ella, como una species atoma. Pero precisamente las
ciencias experimentales de su tiempo no se habían constituido de
un modo autónomo y estaban orientadas hacia la explicación
filosófica; era, pues, normal que fueran consideradas como una
parte – la parte inductiva – de la filosofía de la naturaleza. El
desarrollo moderno de la ciencia proporciona aquí al filósofo un
nuevo dato, y ante ese nuevo dato es preciso que encontremos una
aplicación nueva de los principios antiguos, lo cual no destruye a
éstos, sino que testimonia su vitalidad y su
eficacia.
Ya lo hemos
observado al principio de este capítulo, nada sería más
perjudicial que el desconocimiento de la conciencia que tienen los
sabios de su propio hábito, y de sus exigencias, y el cual es algo
enteramente diverso de la interpretación filosófica que los
positivistas proponen de él.
Esa distinción específica entre
las ciencias de la naturaleza y de la filosofía de la naturaleza
se funda en la diferencia específica de abstracción, digo de
abstracción fundamental (de parte del mismo objeto), que conduce
en un punto a definiciones de tipo empiriológico, en otro a
definiciones de tipo ontológico, y que implica puntos de vista
formales diferentes. La tradición escolástica admite que en el
segundo grado de abstracción hay una distinción específica entre
la aritmética y la geometría; no constituye una paradoja mayor la
admisión de una diversidad de especies en el seno de! primer grado
de abstracción.
Cuando en su
Lógica trata del saber de simple comprobación (quoad an est) y del
saber de explicación (propter quid), el mismo Juan de Santo Tomás
afirma esta distinción específica. El conocimiento de simple
comprobación, dice, el conocimierrto experimental como tal, no
implica la abstracción inteligible que hace conocer la cosa por su
esencia o por su quiddidad. Nuestras
posiciones no son sino una aplicación de esos principios al caso
de la ciencia moderna, la cual en cuanto experimental es un saber
de simple comprobación, y, en cuanto explicativa, usa de entidades
de razón fundamentadas in re, ante todo de entidades matemáticas,
seres de razón que reemplazan a los seres de razón
filosóficos.
Según esa
manera de ver, la psicología experimental, por ejemplo, a medida
que se dé cuenta mejor de su punto de vista propio y de su método
propio, comprenderá cada vez mejor, no por cierto que debe
limitarse, como falsamente creen los vieneses, a una pura
psicología del comportamiento, excluida de todo dato y de toda
interpretación introspectivos, sino que ha de resolver sus
conceptos ante todo en lo observable como tal, procedente esto
último de la introspección o de la observación externa; por otra
parte, gracias a los esquemas que dependen en definitiva (y en
diversos grados) del ser de razón fundamentado in re, ella podrá
llevar a buen término su resolución y asegurarse en su línea
propia un valor explicativo. Así se afirmará cada vez mejor su
distinción específica de la psicología racional, la cual depende
no precisamente de la metafísica, sino más bien de la filosofía de
la naturaleza, de la física en el sentido aristotélico de esa
palabra.
Es
conveniente agregar que hay complementaridad recíproca entre
ciencia y filosofía. Tomadas cada una por sí sola, la una y la
otra son, bajo títulos por lo demás muy diferentes, un saber
incompleto.
Por una
parte se podría decir que la ciencia empiriológica de la
naturaleza constituye una "especie incompleta", una species
incompleta et imperfecta, porque, como es una experiencia
matematizada, no posee primeros principios inteligibles que le
sean propios en el orden físico: por esta causa sus progresos
tienen un estilo revolucionario, en razón misma de la mutabilidad
de sus fundamentos; su firmeza es la de una obra de arte bien
hecha más que la de un conocimiento fijado en el ser por
intuiciones primeras no desarraigables.
Por otra
parte la filosofía de la naturaleza es incompleta en otro sentido;
tiene ciertamente unos primeros principios inteligibles que le son
propios en el orden físico, pero no puede conducirlos hasta todo
lo que hay para conocer en la realidad que es su propio campo o
"sujeto" de investigación. La ciencia empiriológica de la
naturaleza y la filosofía de la naturaleza deben completarse
mutuamente como el alma y el cuerpo.
La
distinción entre una y otra no suprime su íntimo, viviente y
necesario nexus. Yo no creo que el sabio – y el comportamiento de
algunos de los más grandes físicos de nuestros días es muy
sugestivo desde este punto de vista – pueda otorgarse a sí mismo
la elaboración por su propia cuenta, aunque fuese de un modo
poético, de concepciones de filosofía de la naturaleza que
desempeñen para él la función de principios reguladores (en el
sentido kantiano de este término).
Recíprocamente el
filósofo de la naturaleza permanecerá en un estadio infantil, o
aun construirá una metafísica de la ignorancia en lugar de una
filosofía de la naturaleza, si no une a ésta, de una manera muy
estrecha y para hablar así substancial, con las ciencias de los
fenómenos en el estado al cual ellas han llegado en su
tiempo.
El deseo de
evitar las uniones peligrosas, deseo sabio entre todos, no debe
ser llevado hasta la separación – también hasta el aniquilamiento
de la filosofía de la naturaleza – o y ésta ya no subsistiría si
se la redujese a una metafísica encargada solamente de decimos – y
ésas son propiamente cuestiones metafísicas – "en qué condiciones
es posible una experiencia física cualquiera". O también "cuáles
son las condiciones de la posibilidad de una exterioridad
espacio-temporal diversa y cambiante" (F. Renoirte)
La filosofía
de la naturaleza tampoco subsistiría si se pretendiese
fundamentada solamente sobre los hechos de experiencia común, con
exclusión de los hechos científicos. Los hechm establecidos por el
sabio – o, más exactamente las incidencias existenciales y
experimentales de la construcción científica – suministran
materiales positivos a la obra del filósofo de la naturaleza, con
la condición de que esos hechos sean sometidos a un
esclarecimiento filosófico, quiero decir filosóficamente
criticados, y tratados a la luz de certezas más universales y más
profundas previamente establecidas que evaden la competencia del
sabio como tal, y que se refieren a hechos de otro orden, los
cuales son precisamente hechos filosóficos, no "hechos
científicos".
No se
imagine el filósofo por eso "que puede aceptar las palabras del
físico con una significación más rica que la que es estrictamente
suficiente para la expresión de los resultados experimentales" (F.
Renoirte). Acepta esas palabras y no debe aceptadas sino en el
sentido del físico. Pero él coloca los resultados experimentales
designados por esas palabras en relación con las verdades que no
interesan al físico. Importa que no haya por eso ningún
malentendido. Las complacencias del concordar y las
extrapolaciones de una filosofía muy apresurada por terminar deben
ser tenidas por faltas particularmente inconvenientes contra la
inteligencia; y claro está que no se podía dar una significación
ontológica a unas fórmulas que, por estar elaboradas según el
estilo propio de la ciencia moderna de los fenómenos, no tienen
sino un sentido empíricoesquemático o empíricométrico. Lo pedido
al filósofo de la naturaleza es, o bien – cuando es posible – que
reconceptualice, a base de los datos experimentales y gracias a
las nociones filosóficas ya establecidas por él, y por un análisis
riguroso, las nociones en las cuales el sabio expresa los hechos,
o bien que reúna como del exterior esas nociones en base de sus
propias verdades, que se encontrarán por eso no demostradas sino
confirmadas.
En cuanto a
las teorías científicas – o, más exactamente, a las proyecciones
especulativas de la construcción científica – es necesario que
ellas mismas se pongan en contacto con la filosofía de la
naturaleza, al menos como proporcionando los cuadros de estampería
por la cual el filósofo se representa el mundo físico, y en cuanto
que él debe mostrar que no hay incompatibilidad entre su doctrina
y esas teorías.
La discusión
de las teorías más características de la epistemología
contemporánea nos ha hecho atravesar las diversas clases
típicamente diferenciadas del saber humano, desde las sabidurías
del orden suprarracional hasta la filosofía de la naturaleza y las
ciencias empiriológicas. Pueda esa rápida investigación haber
fortalecido en nosotros el sentimiento de que la ciencia no es
algo uniforme y unívoco, sino una realidad y una vida
singularmente múltiple y polivalente, que se transfigurará
analógicamente de grado en grado.
A pesar de
su oposición, el neopositivismo y el materialismo dialéctico
finalizan por caminos diferentes en ciertas negaciones comunes: si
uno y otro tienen razón, no hay más que una ciencia, 'la ciencia
de los fenómenos, pura y aun purista en un caso, ocasionada en el
otro caso por el gran desvarío dialéctico. Y no existe la
sabiduría. La inteligencia, cegada por el empirismo o alucinada
por la explicación histórica, es una esclava al servicio del
sentido.
Si el
tomismo tiene razón, toda la verdad que el neopositivismo ha
discernido sobre la ciencia de los fenómenos es mantenida y
salvada, como toda la verdad discernida por el materialismo
dialéctico sobre el movimiento de la historia y la evolución del
concreto social. Pero por encima de la ciencia de los fenómenos
existen otras ciencias que son sabidurías, porque alcanzan, en su
misterio mismo, bajo razones muy diferentes por lo demás, al mismo
ser, ese ser del que la inteligencia tiene hambre y sed. Y por
encima del trabajo del hombre en el tiempo para sujetar la
naturaleza en su favor y para eliminar progresivamente de la
sociedad las formas de esclavitud, está la actividad del hombre en
lo eterno, la cual es una actividad de sabiduría y de amor, y por
la cual la inteligencia y el corazón del hombre se apoderan de un
bien sin límites, no "dominado", no "dominable", pero que
finalmente se da a sí mismo como objeto de fruición.