El presente ensayo es el desarrollo de una relación presentada al Congreso Tomista de Roma en Noviembre de 1936. Corresponde al capítulo IV del libro 'Cuatro Ensayos sobre el Espíritu en su Condición Carnal' publicado en 1939.

CIENCIA Y FILOSOFÍA

Jacques Maritain

I

ESTADO DE LA CUESTIÓN


Cuando tratamos de la discusión sobre la ciencia y la filosofía, entendemos esas dos palabras en el sentido que han tomado en los tiempos modernos, y según el cual la ciencia designa ante todo las ciencias matemáticas, físico-matemáticas y naturales, o, como también se dice, las ciencias positivas y las ciencias de los fenómenos; mientras que la filosofía designa ante todo la metafísica y la filosofía de la naturaleza. Quizá, por razones que se harán, lo espero, suficientemente claras en el decurso de esta exposición, convendría considerar aquí no sólo la filosofía, sino más generalmente la sabiduría, lo cual nos conduce en cierto sentido a la antigua distinción, hecha clásica por San Agustín, entre la ciencia y la sabiduría. Asimismo, la palabra filosofía es un nombre de modestia – muchas veces real, esperémoslo, algunas afectadas –, y ese "amor de la sabiduría" nada es si él mismo no es ya una sabiduría.

El problema no consiste en saber si la ciencia es buena o mala en sí misma: es buena, es una dignidad y una nobleza del espíritu, responde a la vocación del ser humano de dominar sobre la naturaleza. La cuestión está en saber si es mejor que la sabiduría, o si la sabiduría es mejor que ella, es decir, si la sabiduría, la ciencia que es sabiduría, es mejor que la ciencia que es sólo ciencia y que no es sabiduría, por buena que esa ciencia sea en sí misma. San Agustín decía que cada uno de nosotros debe hacer aquí una elección, dar la preferencia a la sabiduría o a la ciencia, al conocimiento matutino, en el brillo de las cosas divinas, o al conocimiento vespertino, en el crepúsculo de lo creado. Y las civilizaciones también deben hacer semejante elección. La tragedia de la civilización moderna no proviene de que ha cultivado y amado la ciencia en un grado muy elevado y con éxitos admirables, sino de que esa civilización ha amado la ciencia contra la sabiduría.

A decir verdad, los problemas concernientes a la ciencia y a la filosofía, se han renovado y complicado en nuestros días de un modo extraordinario. Por una parte, los progresos de la ciencia misma, por otra las especulaciones de los filósofos de la ciencia y de los lógicos, han originado esas renovaciones.

La crisis de crecimiento de la física moderna no sólo ha lanzado a la misma ciencia por caminos enteramente nuevos, mas la ha liberado de muchos seudodogmatismos y de seudometafísicas, particularmente del materialismo de los físicos "del tiempo de la reina Victoria", como dice Eddington, con su pretensión de "explicar" un buen día según las visiones del determinismo mecanicista la esencia de los cuerpos, incluso el desarrollo de todos los sucesos del universo, y ha conducido a la física a adquirir una conciencia clara de su propia naturaleza. Por otra parte, esa misma crisis de crecimiento, al disminuir la pretensiones dogmáticas de la ciencia experimental, ha transformado profundamente – en ese campo y por contagio en algunos otros – el trabajo y los métodos de la razón, le ha enseñado una libertad embriagadora, una nueva y terrible libertad, para retomar una frase empleada por Dostoievsky a propósito de algo enteramente diverso. Del lado de los teóricos de la ciencia y de los lógicos, se ha cumplido conjuntamente un considerable trabajo.

Mientras que en Inglaterra, Russell, con más brillo que solidez, trataba de arruinar la lógica de la predicación y de derrumbar toda frontera entre la lógica y la matemática, y Whitehead, después de esto, se esforzaba por trascender el nominalismo científico a fin de reconstruir una teoría del conocimiento y una metafísica de alto estilo, Meyerson, en Francia, demostraba que la ciencia tal como se hace testifica contra el esquema positivista de la ciencia, y descubre un incoercible deseo ontológico, que por lo demás ella es impotente para satisfacer; en nuestros días otro filósofo francés, Bachelard, acentúa más la invención creadora por la cual la ciencia conduce sus símbolos al encuentro de las cosas y experimenta ella misma su propia libertad, y las mutaciones producidas en la vida de la razón, relativizada y dialectizada, inclinada a una agresividad general y a una especie de deber de imprudencia y de inseguridad.

Pero es preciso no olvidar que la influencia de todos los grandes movimientos contemporáneos de pensamiento obra, y bajo los más variados modos, sobre la noción que nos formamos de la ciencia. Por una parte, la fenomenología alemana, el bergsonismo, el pragmatismo, el tomismo, presentan cada uno su concepción general de la vida del conocimiento, y sus visiones sobre la naturaleza del saber. Por otra parte, unas corrientes de orden más práctico que especulativo vienen todavía a complicar el trabajo del espíritu.

Particularmente las concepciones que se inspiran en el materialismo dialéctico y que son un desenlace de la corriente racionalista moderna, ejercen como del exterior una influencia bastante poderosa sobre ciertos sectores del pensamiento científico, y por esta causa no podemos descuidarlas. La palabra marxista tiene resonancias políticas que convierten su empleo en muy poco expeditivo en una exposición de filosofía especulativa. Sin embargo se ve que el pensamiento de Marx, aunque esencialmente orientado hacia la práctica, encierra una filosofía cuya potencia interna e importancia histórica son considerables.

El profesor Tawney es de parecer que en sus doctrinas económicas Marx "es el más atrasado de los maestros": lo más grave en el acontecimiento marxista está precisamente en que nos presenta el caso de un filósofo que precipita la filosofía (la filosofía hegeliana) en la actividad práctica, social y política, considerada como su verdadera esencia, su verdadera vida y su auténtica verificación. Al principio existía la Acción, ha escrito Goethe. Ahora tenemos la substitución plena, en el propio pensamiento, del Verbo por la Acción. Una tal substitución lleva lejos y a resultados Insospechados por el mismo Marx. Cuando un estado pretende imponer como una reivindicación política la adhesión de todas las poblaciones de una misma raza y de una misma sangre en una determinada Wieltanschauung, esa pretensión infinitamente deshonrosa para la filosofía es la última transformación del abandono que un día, en el último extremo del hegelianismo, ha hecho de sí misma la filosofía en favor de la práctica, del Golpe de mano que era al comienzo.


II

EL EMPIRISMO LÓGICO


La epistemología de la escuela de Viena es enteramente diversa de la epistemología marxista y aun opuesta a ésta.

El nombre de Círculo de Viena fue empleado por vez primera en 1929. Primero correspondió a una asociación filosófica creada en Viena por Moritz Schlick, muerto trágicamente, desde entonces designa un grupo de filósofos-hombres de ciencia, cuya orientación común es un empirismo lógico o un fisicismo debido a influencias históricas muy diversas, particularmente a la influencia de Mach y de Avenarius, a la de Poincaré y de Duhem, de Peano, de Russell y de James, y a la de Einstein. Además de Moritz Schlick, los principales representantes de esa escuela son Rudolf Carnap, Philipp Frank, Otto Neurath y Hans Reichenbach.

Mucho se aprende sobre la ciencia cuando se oye hablar a los sabios, como sobre el arte cuando se escucha a los artistas. Ya he notado, por otra parte, cuán sugestiva me había parecido la manera con que Einstein respondía invariablemente a ciertas cuestiones concernientes al tiempo y a la simultaneidad, cuando las importantes discusiones científicas ocasionadas en abril de 1922 por su visita al Colegio de Francia: "¿qué quiere decir esto para mí, físico? Indicadme un método determinado para tomar físicamente ciertas medidas, mediante las cuales tal resultado observado recibirá tal nombre; solamente entonces sabré lo que queréis decir". Me parece que un problema semejante se halla en la base de las investigaciones de la escuela de Viena: ¿qué quiere decir esto para mi, sabio? Trátase de distinguir los enunciados que tienen un sentido para el sabio y los enunciados que no tienen sentido para el sabio.

Prosiguiendo este análisis, los lógicos vieneses han aclarado que los enunciados que poseen un sentido para la ciencia no se pronuncian sobre la naturaleza o la esencia de lo que es, sino sobre las conexiones entre las formulaciones o los símbolos que nuestros sentidos y sobre todo nuestros instrumentos de observación y de medida nos permiten elaborar con relación a lo que nos aparece en nuestras experiencias vividas; la ciencia no llega al ser de las cosas, sino a las relaciones matemáticamente instituibles entre esas formulaciones tomadas sobre las cosas, y solamente las cuales permiten, digo en el orden propio y sobre el plano propio de la ciencia, una comunicación o un lenguaje bien establecido, una intersubjetivización sometida a reglas fijas de significación.

Si digo esta mesa, estas palabras no significan para el sabio una substancia que se presenta bajo una determinada figura y bajo determinadas cualidades, y de la cual por lo demás nada puede saber como físico. Significan un determinado conjunto de percepciones unidas por unas regularidades expresables – la posibilidad permanente de sensación de la que antes hablaba Stuart Mill –, unida a un cierto número de determinaciones matemáticas y lógicas que la hacen intersubjetivable.

Si digo la materia, esa palabra, para el físico, tampoco significa una substancia o un principio substancial, sobre cuya misteriosa naturaleza se preguntaría, para responder con Dubois-Reymond, si es sabio: ignorabimus. Para el sabio la palabra materia significa únicamente un determinado conjunto de símbolos matemáticos establecidos por la microfísica y sometidos por lo demás a una perpetua renovación, y en el que ciertas observaciones y mediciones perfectamente designables son expresadas según las reglas del cálculo diferencial o del cálculo tensorial y según la sintaxis de determinadas construcciones teóricas de conjunto, por otra parte provisorias, como la teoría de los quanta o las síntesis de la mecánica ondulatoria.

Todo esto es muy bello, pero es preciso tener el coraje de ir hasta el fin. Un aserto como yo soy o yo existo, enunciado a la manera con que Descartes por ejemplo lo enunciaba, no tiene sentido para el sabio, porque un enunciado provisto de sentido científico expresa una relación estable entre dos formulaciones reducibles en definitiva a tal o cual clase de experiencias sensoriales; y la existencia, en la fórmula cartesiana, no es una tal formulación. Una afirmación como yo hablo ante un auditorio compuesto de personas humanas, enunciado del modo con que lo enuncia el sentido común, igualmente está desprovista de sentido para el sabio, pues la persona no es un símbolo sensorio-matemático manejable para la ciencia. Esos asertos tendrán sentido para el sabio cuando las palabras "existencia" y "persona", luego de una reforma conveniente, hayan perdido toda significación para el no especialista.

Generalmente hablando, todo enunciado que de por sí lleve al ser o a la esencia misma es eliminado como carente de sentido para el sabio; y naturalmente las necesidades racionales pierden al mismo tiempo su carácter absoluto; lo que los filósofos llaman los primeros principios de la razón, no expresa más que ciertas regularidades verificables en ciertos casos y no verificables en otros. Las discusiones referentes al determinismo científico y al principio de indeterminación de Heisenberg han esclarecido este punto en lo que concierne al principio de causalidad, o, más exactamente, en lo que concierne a la reforma que sufre la idea de causalidad en el dominio de la ciencia experimental.

Y no veo del todo por qué el principio de no contradicción – debidamente privado de toda significación ontológica – no estaría expuesto un día a la misma suerte, si algún día la introducción del valor simultáneo del sí y del no en una expresión simbólica permita la formulación matemática de un conjunto de observaciones y de medidas con más elegancia o facilidad, o uniendo en una síntesis general las teorías provenientes de diferentes sectores de la ciencia y que sin esto no podían ser conciliadas.

Todo esto significa que la inteligencia es una especie de testigo y regulador indispensable del sentido en el trabajo científico, pero que permanece, si así puedo decir, al margen de ese trabajo. Los sentidos y los aparatos de medida son los únicos que ven en la ciencia, y la inteligencia no se halla allí sino para transformar los signos que expresan lo que de este modo ha sido visto siguiendo las reglas de la sintaxis matemática y lógica (que por lo demás consiste para los vieneses en puras transformaciones tautológicas). La inteligencia está instalada en la oficina central de la fábrica, donde coloca en fichas y somete a un cálculo cada vez más extenso todas las indicaciones que se le traen. Permanece fuera del taller donde se efectúa directamente el trabajo, le está prohibida la entrada al taller.


III

LA IDEA TOMISTA DE LA CIENCIA DE LOS FENÓMENOS


La teoría de la ciencia experimental propuesta por los vieneses padece a mi juicio de ciertos errores filosóficos particulares, que llevan especialmente a la noción del trabajo lógico y a la noción del signo. El trabajo lógico, en el cual el espíritu pasa de un enunciado a otro enunciado en virtud del razonamiento y de la conexión de las ideas, no es, como piensan los vieneses, un simple proceso tautológico, en el cual solamente transformaríamos las expresiones simbólicas de un mismo pensamiento; no es una simple repetición de lo mismo, el espíritu pasa en él de una verdad a otra verdad.

En cuanto a la noción de signo, ella no se relaciona con nuestros estados de conciencia, sino con los objetos, independientes de nuestros estados subjetivos aunque constituidos en su condición de inteligibilidad propia por la actividad de nuestro espíritu.

Sobre todo la teoría de los vieneses padece un purismo positivista sobre el cual volveré en seguida. Pero en lo referente a un determinado aspecto característico de la estructura de la ciencia, ella insiste sobre una verdad funcional que a decir verdad ellas no han descubierto (la reciben más bien de los sabios) y la cual es debida a la toma de conciencia que la ciencia moderna, particularmente la física, ha efectuado de sí misma. Esa verdad consiste en que la ciencia – la ciencia en el sentido moderno de la palabra – de ningún modo es una filosofía, y exige por consiguiente, si me atrevo a usar este barbarismo, la desontologización completa de su léxico nocional.

La empresa es más ardua de lo que parece, reviste un carácter de heroicidad, implica una lucha sin cuartel contra el lenguaje, porque el lenguaje está inevitablemente cargado de inteligencia y de ontología; y es muy curioso comprobar que esa lucha desesperada contra el lenguaje caracteriza en nuestros días, en regiones muy diferentes, dos de los esfuerzos de conquista más típicos y bellos del espíritu, el esfuerzo científico y el esfuerzo poético; tal vez sólo los místicos a decir verdad estén en condición de finalizar felizmente una tal lucha: porque no necesitan del lenguaje, al menos en una determinada zona y en determinados momentos de experiencia o de actuación.

Pero dejemos este paréntesis. Quiero notar esto, que sobre el punto preciso señalado en la sección precedente (y observadas las reservas que acabo de indicar) el estudio de la ciencia de los fenómenos tal como se ha desarrollado en los tiempos modernos y que es algo nuevo con relación al estado de cultura del mundo antiguo y medieval, ese estudio hecho a la luz de los principios epistemológicos de Santo Tomás de Aquino conduce a unas visiones que concuerdan con las de la escuela de Viena. Cuando por nuestra parte hemos propuesto esas visiones en obras como 'Los Grados del Saber' y en nuestro ensayo sobre la 'Filosofía de la Naturaleza', todavía no habíamos trabado conocimiento con los trabajos de la escuela de Viena; y la convergencia (parcial) de las fórmulas empleadas aquí y allí nos aparece como tanto más notable.

Se me permitirá que resuma tan brevemente como sea posible los resultados a los cuales había llegado.

Lo esencial, a mi juicio, está juntamente en el repudio franco de la concepción positivista del saber, que es un error filosófico, y en contar con la toma de conciencia efectuada por las ciencias de la naturaleza, toma de conciencia que es ella misma una realidad espiritual, un dato de experiencia del más subido valor, y que no podríamos desconocer sin seria falta y sin peligro.

Lo que ante todo interesa, pues, en este punto, según me parece, es la distinción (lo que no hacen los Vieneses) de dos maneras de elaborar los conceptos y de analizar lo real sensible. He propuesto llamar a esas dos clases de análisis con los nombres siguientes: la una, el análisis empiriológico; la otra, el análisis ontológico de la realidad sensible.

Si observamos un objeto material cualquiera, es, mientras lo observamos, como el lugar de encuentro de dos conocimientos: el conocimiento del sentido y el conocimiento del entendimiento; estamos ante una especie de flujo sensible estabilizado por una idea, por un concepto; en otros términos, estamos en presencia de un núcleo ontológico o pensable, manifestado por un conjunto de cualidades percibidas hic et nunc: no digo de cualidades pensadas, sino de cualidades sentidas, objetos de percepción y de observación actual.

Con relación a lo real sensible considerado como tal, habrá, pues, una resolución de conceptos y definiciones que podemos llamar ascendente u ontológica hacia el ser inteligible, en la cual lo sensible permanece siempre presente y desempeña una función indispensable, pero indirectamente y al servicio del ser inteligible, como connotado por él; habrá, por otra parte, una resolución descendente hacia lo sensible, hacia lo observable como tal, aun en cuanto observable; no ciertamente que el espíritu deje de referirse al ser, lo que es completamente imposible; el ser permanece siempre presente, pero pasa al servicio de lo sensible, de lo observable, y sobre todo de lo mensurable, se convierte en una incógnita que asegura la constancia de ciertas determinaciones sensibles y de ciertas medidas. A decir verdad, la novedad aportada aquí por la ciencia moderna es justamente la autonomía, la separación lógica de esa resolución descendente, que los antiguos no habían soñado en constituir aparte como instrumento especial de ciencia. Pensamos por una parte en la definición de los genes, de las hormonas, de la inmunidad en biología; de la alucinación, de la represión de la ceguera verbal en psicología; en la definición de una especie química, o en física en la definición de la masa o de la energía; y por otra pensamos en las definiciones filosóficas de las cuatro causas, de la acción transeúnte y de la acción inmanente, de la substancia corporal y de las potencias operativas. Si comparamos esos dos grupos de definiciones, nos damos cuenta que responden a un análisis y a una dirección intelectual enteramente diferentes. No basta decir que en el primer caso se busca la definición por notas sensibles – esto lo hacía ya la ciencia ‘filosófica’ de los fenómenos tal como la practicaban los antiguos, pero tomando esas notas sensibles como el signo y el substituto de una quiddidad inteligible a la cual se refería en definitiva el valor del conocimiento –, es preciso decir que en el primer caso, en el caso de la definición por las notas sensibles entendida según el espíritu de la ciencia moderna, se busca la definición por las notas sensibles sin tomarlas como el signo y el substituto de una esencia física inteligible obscuramente tocada gracias a ellas, en una palabra, se busca la definición pura y simple por las posibilidades de observación y de medición, por las operaciones físicas por efectuar.

En el segundo caso se busca la definición por los caracteres ontológicos, por los elementos constitutivos de una naturaleza o de una esencia inteligible, a pesar de la obscuridad con que a veces es alcanzada ésta.

Tenemos, pues, el derecho de distinguir esos dos tipos de análisis conceptual y de decir que en un caso uno se ocupa de un análisis de tipo ontológico, quiero decir orientado hacia el ser inteligible; y en el otro, en un análisis de tipo empiriológico o espacio-temporal, quiero decir orientado hacia lo observable y lo mensurable como tales.

En ese análisis empiriológico, característica de la ciencia en el sentido moderno de la palabra, la posibilidad permanente de verificación sensible y de medición desempeña la misma función que la esencia para el filósofo; la posibilidad permanente de observación y de medición equivale para el sabio, reemplaza para él lo que es la esencia para el filósofo. Se ve que en ello hay como un esfuerzo contra la inclinación natural de la inteligencia, porque hay que limitarse, como a lo esencial de la noción y a su constitutivo propio, al acto mismo del sentido, a una operación física por efectuar, a una observación o a una medición. Es esa observación por hacerse, ese acto del sentido, el que servirá para definir el objeto.

Si se ha comprendido esto, se ha comprendido la posición por ejemplo de un Einstein en física, y la oposición más aparente que real del filósofo y del sabio sobre cuestiones como las concernientes al tiempo y a la simultaneidad; una tal oposición se soluciona inmediatamente, puesto que el tipo de definición es esencialmente diferente en los dos casos. Para el físico consciente de las exigencias epistemológicas de su disciplina, la ciencia tiende a las definiciones, no por los caracteres ontológicos esenciales, sino por un cierto número de operaciones físicas realizables en unas condiciones bien determinadas. y como, por otra parte, toda ciencia tiende en cierto modo, y por imperfectamente que sea, a la explicación y a la deducción, a un conocimiento propter quid, la ciencia empiriológica estará necesariamente obligada a buscar sus deducciones explicativas, y el último principio formal de sus definiciones, de parte de construcciones de razón fundamentadas en lo real, y que reemplazarán, como mitos o símbolos explicativos bien fundamentados, a los entia realia, a las causas de orden ontológico que la inteligencia busca cuando sigue su inclinación natural; una tal elaboración de seres de razón fundamentados in re, cuyos ejemplos más significativos se encuentran en la físicomatemática, pero también en las disciplinas no matematizadas como la psicología experimental, y por los cuales son alcanzadas de una manera ciega las causas reales, se relaciona con el aspecto de arte o de fabricación, cuya importancia en las ciencias empiriológicas se ha subrayado con frecuencia y con razón. La esencia, la substancia, las razones explicativas, las causas reales, son alcanzadas así de cierta manera, indirectamente y a ciegas, en unos substitutos que son mitos o símbolos perfectamente fundamentados, construcciones de razón que el espíritu efectúa sobre los datos de la observación y de la medición y de donde se adelanta al encuentro de las cosas; y de este modo esas nociones primitivamente filosóficas, se encuentran corregidas y fenomenalizadas.

El físico se forma del mundo, como ha dicho muy justamente F. Renoirte, "una imagen en la cual ciertos rasgos expresan verdaderamente, no la naturaleza, sino la estructura de lo real, y es ésta una cierta adecuación. Por ejemplo, el átomo de Bohr significa el cuadro de Mendelejeff; la teoría ondulatoria significa las interferencias". Pero lo real es captado así gracias a las construcciones de razón.

Los espíritus fáciles que se creen fuertes se han burlado mucho de los seres de razón de la escolástica. Vemos aquí que sólo la teoría del ser de razón fundado en lo real puede darnos una interpretación acabada y satisfactoria del doble carácter paradojal – a la vez realista y simbólico – presentado por las ciencias de los fenómenos y que a primera vista parece tan desconcertante. Los sabios que sostienen de muy buena gana el carácter simbólico de su ciencia, protestan por otra parte que ésta alcanza bien la realidad. Los que afirman más, por el contrario, el carácter realista de su ciencia, protestan con esto que ella no pretende descubrirnos la esencia de las cosas. Sólo el filósofo puede dar la clave de esta doble serie de testimonios. Nada mejor que la doctrina del ser de razón muestra la perspicacia crítica y gnoseológica de los antiguos y su cuidado de reconocer con precisión lo que proviene propiamente de las iniciativas del espíritu en la obra y en el cuadro de la ciencia.

Hoy día sería necesario retomar sistemáticamente toda esa doctrina y mostrar cómo el ens rationis interviene bajo diversas formas en nuestra ciencia de los fenómenos (y sobre todo en las ciencias empíricomatemáticas); a veces (como en las partes más altamente conceptualizadas de la física teórica) es en el sentido pleno de la palabra un ser de razón, una construcción ideal, un mito bien fundamentado; más frecuentemente es un elemento o una connotación de idealidad (de importancia o de "volumen" muy variable), que llega a unirse con un núcleo de ens reale y a afectado con condiciones de razón o coeficientes de razón más o menos elevadamente elaborados: de suerte que la idealidad se encuentra allí en los grados más diversos.

Las visiones propuestas por nosotros acerca de la estructura de la ciencia empiriológica, y que acabamos de resumir rápidamente, no han sido siempre comprendidas con exactitud.

Unas expresiones como "física de la cantidad" o "matematización de lo real" no implican, como algunos han creído, la eliminación pura y simple de toda cualidad: en las mismas matemáticas hay un elemento cualitativo irreductible; ¡con mayor razón en la física! Todo novicio en aristotelismo sabe que suprimir lo cualitativo, como suprimir el movimiento, equivale a la supresión de la física. Nosotros sostenemos que las mismas cualidades usadas por la física moderna son matemáticamente reformadas, y que los principios de explicación y de deducción, el propter quid, lo formal científico (la forma faciens scire) son exigidos por eso a las matemáticas, y buscados "en la línea de la cantidad".

En esto mismo consiste la intelectualización progresiva de lo real físico o sensible o la "desantropomorfización" que justamente se ha señalado como uno de los caracteres de la ciencia moderna de los fenómenos, mientras que por otra parte – y precisamente porque esa intelectualización es una matematización –, esa misma ciencia, a medida que se conoce mejor, debe renunciar, como hemos explicado, a ser una ontología de la naturaleza.

Por otra parte, cuando decimos que la ciencia empiriológica resuelve sus conceptos en lo sensible, lo "sensible" no se reduce para nosotros a las cuatro cualidades aristotélicas; esa palabra designa, de una manera general, todo el orden de lo que por una u otra razón procede de por sí de una operación sensorial (la lectura de un termómetro, por ejemplo, o la observación de franjas de interferencia).

La oposición que se ha tentado establecer entre lo sensible y lo físico aparece desde este punto de vista como enteramente frívola.

Gran verdad es que la física moderna ha podido – gracias precisamente a su estructura matemática – pasar de las cualidades sensibles, del frío, del calor, de lo húmedo, de lo seco, como principios de explicación, unas propiedades físicas más profundas. Pero esas mismas propiedades físicas no son concebidas sino en orden a unas operaciones sensoriales que les conciernen directa o indirectamente, y pertenecen ellas mismas a la esfera de lo sensible. Como muy justamente se hace notar, "yendo del color, del contacto, del sonido, etc., a lo discontinuo, al movimiento, a la atracción y a la repulsión, indudablemente se va de lo que es superficial y confuso a lo que es profundo y exactamente determinable, pero se va en un solo y mismo orden, que es el orden sensible, y no se pasa de un orden a otro, de lo sensible a lo que se quiere llamar la realidad física... En la ciencia contemporánea, el entendimiento no opone una realidad física, alcanzada únicamente por él, a unas apariencias sensibles, sino tan sólo un aspecto sensible más profundo y más exactamente cognoscible a unos aspectos sensibles superficiales y confusos." (R.P.Blanche).

Se ve por eso que el sacrificio del valor objetivo y de la realidad de las cualidades sensibles a prejuicios seudocientíficos, equivaldría a arruinar de raíz el valor objetivo de la física misma y ese fundamento en la realidad que tanto interesa reconocer a sus entidades explicativas y sobre el cual poco ha insistíamos.

Se ve por otra parte en qué ha consistido la falta de la física antigua, que concede a las cualidades sensibles (y a las más primitivas, a las cualidades del tacto) una confianza ontológica y un valor quidditativo muy insuficientemente criticados. Las cualidades sensibles no son "subjetivas", existen en las cosas; pero a causa misma de la oscura unión intencional propia del sentido, no son percibidas en su ser, son percibidas tan sólo, en su acción, en la acción ejercida sobre el órgano. Esencialmente la percepción sensorial no percibe las cualidades en su esencia, sino solamente en la acción, sometida ésta misma a todas las condiciones de relatividad del mundo físico, ejercida hic et nunc sobre el órgano del sentido. La FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA deberá testimoniar mucho respeto a este conocimiento del sentido – digo en el orden mismo de la intuición invenciblemente oscura como es un conocimiento inmediato intrínsecamente sometido a las condiciones de materialidad –, y sin que pretenda usar el objeto propio de la intuición del sentido como un principio de inteligibilidad, pues el sentido me entrega ciertamente una realidad, pero no me dice lo que ella es. (Sabe muy bien lo que ella es en la acción material ejercida por el agente sobre el órgano, no sabe lo que ella es en su ser, o en su constitutivo inteligible) .

El drama de la CIENCIA DE LOS FENÓMENOS consiste en que carece de la inteligibilidad explicativa en ese plano mismo de lo sensible. Entonces, o bien la ciencia de los fenómenos reemplazará las cualidades sensibles en cuanto objetos de sensación por una simple hipóstasis filosófica de éstas, que creerá explicatoria: éste fue el error de la antigua física, de la ciencia de los fenómenos tal como la concebían los antiguos y que, aunque confiese teóricamente que las esencias de las cosas sensibles permanecen las más de las veces desconocidas para nosotros, prácticamente se comportaba como si la idea del calor le proporcionase – no como desconocido al entendimiento, sino como principio de explicación el quod quid est, la esencia inteligible de esa cualidad física que la sensación del calor no alcanza en realidad sino en su acción sobre el órgano, no en su ser, y que por consiguiente permanece invenciblemente oscura para nuestro espíritu. O bien la ciencia de los fenómenos reemplazará las cualidades sensibles en cuanto objetos de sensación por una entidad físico matemática que implica en un grado más o menos elevado un coeficiente de identidad y de simbolización, de fabricación por el espíritu, pero fundamentada en lo real – fundamentada precisamente sobre los datos de la percepción sensorial y las mediciones físicas –, y concebida y definida por resolución en lo observable y lo mensurable, por relación a una operación física por efectuar. Es el caso de la física moderna, de lo que llamamos la ciencia empiriométrica.

Marcel De Corte ha demostrado muy bien que el movimiento de descenso hacia lo observable se encuentra ya en el mismo Aristóteles. "Por un lado un movimiento de ascensión arrastra al pensamiento de Aristóteles a una racionalización ontológica del dato sensible, y tenemos la teoría de la materia primera, de la forma y de la privación, las de la naturaleza, de las cuatro causas, de la fortuna y del azar, de la finalidad y de la necesidad, del movimiento, de lo infinito, del lugar, del vacío, del tiempo, etc., que constituye una verdadera suma de la filosofía de la naturaleza cuyo valor, con diversas enmiendas y que no afectan lo esencial de la misma, permanece para nosotros, aun hoy día, capital. Por otro lado, «la investigación de los principios del cuerpo sensible» que, según la afirmación constantemente repetida por Aristóteles, es el fin mismo de la ciencia física, se llevará a cabo según un movimiento de descenso hacia lo sensible, sentido en cuanto tal, y pensado como tal, el cual, conjuntamente con la teoría de los cuatro elementos nacida históricamente de la filosofía presocrática y de una primera visión física del universo, dará la doctrina de las cuatro cualidades sensibles elementales: caliente, frío, húmedo y seco, punto de atracción de la física cualitativa de los escolásticos. La comparación de los capítulos 5-9 del libro A de la Física y de los primeros capítulos – sobre todo el segundo – del libro B de De Generatione et Corruptione, es singularmente sugestiva bajo este aspecto: por un lado, vemos «los principios del cuerpo físico» reducidos a la sensación más puramente física, la del tacto (329 b 7 sq.), pensaba en la medida de la posibilidad de su contenido neto; por otro vemos esos mismos principios superelevados al nivel ontológico de la materia, de la forma y de la privación (189 a II sq.), es decir, para usar la propia expresión de Aristóteles, “al estado de la inteligibilidad misma del ser."

Pero lo que Aristóteles creía encontrar en los "principios del cuerpo físico reducidos a la sensación más puramente física" es todavía un contenido inteligible, que procede, por oscuramente que sea, del ser explicativo; es todavía una esencia admisible para el análisis ontológico, una quiddidad filosóficamente concebida. Por esta razón su física experimental permanece en línea de continuidad con su filosofía de la naturaleza y aun constituye con ella un solo saber típico. Como lo notábamos anteriormente, no ha tenido la idea de constituir como instrumento especial de ciencia la resolución descendente de los conceptos, convertida por tanto en una resolución en lo observable como tal, es decir, desontologizada, y trasladada, para hacerse inteligible, en símbolos explicativos – y preferentemente, en toda la medida de la posibilidad, en símbolos explicativos de naturaleza matemática.


IV

LA FILOSOFíA DE LA ESCUELA DE VIENA


Creemos que de los análisis precedentes resalta que los principios epistemológicos tomistas permiten explicar, sin forzar ni falsear nada, la intuición reflexiva por la cual la ciencia moderna adquiere cada vez más conciencia de sí misma y a la cual debe su mérito principal la escuela de Viena.

Desgraciadamente los vieneses son filósofos. Eso se ve en seguida por la manera con que recalcan las verdades aprehendidas por ellos, y cuya punta aplastan, como dice Pascal. La escuela de Viena vicia una buena intuición por una mala conceptualización, fenómeno visto muy frecuentemente; vicia por una conceptualización positivista la intuición reflexiva, de la que acabo de hablar, y la toma de conciencia que la ciencia moderna efectúa de sí misma.

Debemos recordar aquí que los lógicos de Viena han conducido sus análisis según un determinado espíritu filosófico que no han pensado someter a una revisión crítica, y que procede a la vez del empirismo, del nominalismo y de las concepciones puestas en boga por la logística. Padecen también muchos prejuicios y muchas ignorancias específicamente modernas. Por otra parte no conocen sino una ciencia, la ciencia de los fenómenos, la ciencia de laboratorio: y como buenos discípulos de Descartes se forjan de esa ciencia, y de toda ciencia, una idea deplorablemente unÍvoca. Por otra parte, no conocen sino una familia de filosofías y metafísicas, en la cual, preciso es confesar con razón, desempeñan un gran papel la arbitrariedad, la obscuridad abismal y la orquestación doctoral de experiencias psicológicas o morales a las cuales se pide el secreto del ser; contra esas clases de metafísica tienen sobrada razón para protestar, y es necesario reconocer que Carnap aventaja a Heidegger; le es fácil, muy fácil, demostrar allí una brillante injusticia y declarar que un metafísico es un músico que ha errado su vocación.

No nos maravillemos, pues, de los excesos de la escuela de Viena en la sistematización de pareceres por ella propuestos, en sí mismos justos, que poco ha resumía al referirme a la estructura de las ciencias mismas de los fenómenos; ya he sugerido que a mi parecer no evita el peligro de purismo ilusorio al que naturalmente está expuesta toda concepción positivista de la ciencia. Obsesionada por el aspecto, por lo demás enteramente característico, pero no exhaustivo, al cual consagra su atención, olvida que si la ciencia no alcanza el ser de las cosas más que indirectamente y por el medio de las construcciones de razón, sin embargo es por cierto éste lo que así alcanza de un modo enigmático y "ciego", como decía Leibnitz; la escuela de Viena desconoce la irreductible tendencia realista de la ciencia de los fenómenos.

Si ella parece explicar la estructura lógica hacia la cual tiende, como hacia su límite ideal, la ciencia en cuanto hecha y racionalizada cada vez más perfectamente, descuida así ciertos caracteres profundos de la ciencia en gestación, dicho de otro modo, de la investigación misma y del trabajo de descubrimiento científico. A pesar de lo escandaloso que parezca a la ortodoxia positivista, ese trabajo no puede llevarse a término sino en el sentimiento de la importancia latente de las causas y de las esencias de las cosas, en el clima, oscuro para el mismo sabio, del misterio ontológico del universo. Por esa razón permanece capital el problema de la adecuación con lo real, aunque bajo formas enigmáticas, para sabios de la talla de Gonseth, el cual con algunos otros matemáticos y físicos ha infligido una sensible derrota, en ocasión del "Congreso Internacional de Filosofía de París", en julio de 1937, a las pretensiones muy dictatoriales de la escuela de Viena. Por otra parte, en la ciencia en gestación, en el trabajo de descubrimiento científico, es preciso confesar que según la palabra del Profesor Bumstead, any sort of logic (or Ihe lack of logic) is permissible, la falta de lógica sirve tanto como la lógica.

Sin embargo, la falta esencial que se debe reprochar a la escuela de Viena, se halla en otra parte, aunque en trabazón con esa primera falta. Esa falta esencial consiste en la confusión de lo que es verdadero (con ciertas reservas) de la ciencia de los fenómenos con lo que es verdadero de toda ciencia y de todo saber en general; consiste en extender a la universalidad del saber humano lo que no es admisible sino en un sector particular de éste. De ahí procede una negación absoluta de la metafísica, y la arrogante pretensión de rehusar todo sentido a los enunciados metafísicos.

Hablábamos poco ha de lo que no tiene sentido para el físico. Si se suprimen muy simplemente esas tres palabritas "para el físico", se dirá que lo que no tiene sentido para el físico, carece totalmente de sentido. Uniformidad, sujeta al paso brutal de la ciencia humana, que no está precedida por un examen crítico de la vida del espíritu, y que no lo puede estar (pues se entraría entonces en la metafísica para negar la posibilidad de ésta) y cuyo fundamento no es otro, en último término, sino la superstición positivista de la ciencia positivista. Pero la metafísica no se deja ejecutar tan fácilmente, y antes de pensar que la cuestión: "¿Existe una causa primera del ser?" no tiene sentido, deberemos preguntamos primeramente si la cuestión: "¿Existe la filosofía de la escuela de Viena" no es una cuestión desprovista de sentido.

Con entera razón se ha objetado a los Vieneses que si el sentido de un juicio, no sólo en el uso propio de las ciencias experimentales sino de una manera absoluta, consiste en su método de verificación (experimental), que si todo juicio que no podría ser verificado de este modo carece de sentido, entonces su propia teoría no tiene sentido, porque no es verificable de esa manera: no es, aunque sólo sea al principio, verificable espaciotemporalmente. En efecto, su teoría es una teoría filosófica, una filosofía de la ciencia; y la regla que acabo de recordar, y según la cual el sentido de un juicio consiste en su método de verificación experimental, esa regla es cierta de la función del juicio en las ciencias empiriológicas, pero no es cierta sino ahí; y una filosofía que la generaliza para el campo total del conocimiento, y que ve en ella una exigencia de la naturaleza misma del juicio faciens scire, por eso mismo se destruye a sí misma. Los vieneses desconocen enteramente el método de resolución de los conceptos que poco ha hemos llamado ontológico, y que se produce en la dirección del ser inteligible. No ven que si todo saber propiamente dicho supone una intersubjetivación sometida a reglas fijas de significación, una tal intersubjetivación no se encuentra solamente en el plano del conocimiento científico, sino también en el del conocimiento filosófico, en el que por lo demás ella procede de un modo muy diferente, y se refiere ante todo, no ya a una operación del sentido, sino a una percepción inteligible. No ven que el sentido de un juicio se toma de los objetos inteligibles que él compone o divide en el ser, y que si ese sentido, en las ciencias empiriológicas, implica una posibilidad de verificación física, es porque en ese caso particular los mismos objetos nocionales son concebidos, como ya he dicho, en orden o por referencia a la operación del sentido.

El principal interés de una crítica del neopositivismo consiste en que nos advierte la falta irremediable que constituye una concepción unívoca del saber, y en que nos recuerda por antítesis la gran frase por la cual Santo Tomás condenaba de antemano de Descartes.

"Es un pecado contra la inteligencia el querer proceder de idéntica manera en los campos típicamente diferentes – física, matemática y metafísica – del saber especulativo."


V

CIENCIA Y FE


Las ideas de la escuela de Viena, en la que mucho simplismo vicia mucha verdad, caracterizan bastante bien el estado de espíritu medio que, reemplazando al materialismo y al viejo positivismo, indudablemente se desarrollará en el mundo de los sabios y especialmente de los vulgarizadores de la ciencia, y del público al corriente, y del que tendremos que ocupamos durante algunos años. Interesa tener en cuenta ese estado de espíritu, y ver cómo se plantean para él los problemas concernientes a los grados del conocimiento y del saber.

Comencemos por los grados más elevados del conocimiento, los que se refieren al orden suprarracional. Aquí veremos por qué, como decía al principio, convenía formular nuestro tema como concerniente no sólo a las relaciones de la ciencia y de la filosofía, sino más generalmente a las relaciones de la ciencia y de la sabiduría tomada en su más amplio sentido. Bastante notable es, en efecto, que el neopositivismo lógico experimente muchas menos dificultades para admitir esos grados del pensamiento que los grados, de orden enteramente racional, que se refieren a la metafísica y a la filosofía. La escuela de Viena no demuestra ninguna enemistad frente a la religión, y algunos de sus representantes, tal vez en recuerdo de Bolzano y de Brentano, testimonian una cierta simpatía por los trabajos de los teólogos, que prefieren a los filósofos universitarios.

Y ved cómo las cosas de buenas a primeras parece que podrían fácilmente arreglarse.

La ciencia (la ciencia de los fenómenos) no conoce más que las conexiones espaciotemporales de lo observable, no conoce al ser; no hay otra ciencia, se agrega, no hay otro saber racional fuera de esa ciencia. Pues bien, he aquí un gran consuelo para la apologética. A todos los problemas relativos al ser de las cosas, al alma, a Dios, a la libertad y al determinismo, a la naturaleza y al milagro, la razón humana debe responder, como la ciencia empiriológica más allá de la cual ella no puede ir: No comprende el problema, carece de sentido para mí, y taparse la boca con la mano.

La cuestión posee un sentido para la fe, es la fe la que responderá. Por un vuelco inesperado, el objeto asignado por Aristóteles a la metafísica pasará a la fe. Si la ciencia no alcanza el ser, es la fe, al menos para el que ha recibido ese don, la que lo alcanzará. Coronemos de neofideísmo al neopositivismo y todo marchará sobre rieles, y con una notable economía de gasto intelectual.

Sin embargo las soluciones y conciliaciones adquiridas a expensas de la inteligencia jamás son sólidas. Interroguemos sobre la fe a los que creen: evidentemente son testigos competentes. ¿Qué dicen? Dicen que para ellos la fe es una adhesión obscura a la Verdad primera, por lo tanto es un cierto conocimiento; no un saber propiamente dicho, sino un conocer; si no es algún conocer, no es nada. Pero si todo enunciado de tipo ontológico carece de sentido, no solamente para la ciencia empiriológica, sino pura y simplemente, ¿cómo guardarán un sentido los enunciados de la fe? Ved cómo la fe corre el peligro de ser considerada, según el esquema racionalista ya trazado por Spinoza, como una simple disposición afectiva y práctica sin contenido de verdad ni valor de conocimiento. Por otra parte la fe supone aportes racionales, implica por ejemplo, para la razón, la posibilidad de demostrar la existencia de Dios a partir de las creaturas. Y esto también perecerá en la concepción neopositivista del conocimiento y de la vida de la razón.

En realidad la fe, que no es una ciencia o un saber, porque su objeto no es visto ni experimentado por la inteligencia, sino solamente creído ante el testimonio de la Verdad primera, la fe teologal es con toda realidad un conocimiento, y por el medio de las fórmulas reveladas se adhiere vitalmente a la misma cosa que es su objeto, es decir, al ser íntimo y personal de Dios; a pesar de que llegan a lo que sobrepasa infinitamente nuestros medios naturales de aprehensión y de verificación, esas fórmulas tienen un sentido juntamente nocturno e iluminador, gracias a lo que se puede llamar la sobreanalogia de la fe; en efecto, en el conocimiento de fe todo el proceso del conocimiento parte del seno mismo de lo transinteligible divino, del mismo seno de la deidad, para ascender nuevamente a él; es decir que de allí procede, efectuada por la libre generosidad de Dios, la elección, en el universo inteligible que cae bajo nuestros sentidos, de objetos y de conceptos de los cuales sólo Dios sabe que son signos analógicos de lo que está oculto en él, y de los cuales se sirve para hablamos personalmente de Sí en nuestro lenguaje.

Estamos aquí ante un tipo de conocimiento que trasciende absolutamente el conocimiento empiriológico característico de las ciencias de los fenómenos. Es de otro orden, de un orden divino y sobrenatural, y la inteligencia, bajo la acción conjunta de la voluntad y de la gracia, en él conoce sin veda la Verdad subsistente que será un día su gozo eterno.

Con la fe teologal se relacionan, según Santo Tomás de Aquino, dos tipos de ciencia o de saber, no en el sentido moderno de la palabra ciencia, sino en el sentido auténticamente muy amplio de conocimiento cierto por las causas o por las razones de ser; dos tipos de ciencia que son al mismo tiempo sabidurías, es decir, en las que el conocimiento se efectúa en la luz de las causas primeras: tales son lo que pueden llamarse la sabiduría de fe razonadora o la teología discursiva y la sabiduría de fe amorosa o la teología mística.

La teología discursiva, aunque exista en nosotros en un estado imperfecto, porque trabaja apoyada en principios que ella misma no ve, y que no son vistos más que por la ciencia de los espíritus que van a Dios, es, verdadera y realmente un saber, una ciencia, porque es capaz de penetrar de alguna manera su objeto, que es Dios, con certeza y por las causas o razones de ser (es decir, aquí, por Dios mismo). Pendiente por intermedio de la fe de la ciencia que Dios tiene de Sí mismo, procede por el medio de las necesidades conceptuales a partir de los principios de la fe; es un saber comunicable, un saber de modo racional, cuya raíz es sobrenatural y suprarracional.

Encima de ese saber está la sabiduría de fe amorosa o teología mística. Notemos que los antiguos teólogos se empeñaban mucho para que se reconociera su carácter de saber o de ciencia: también ella, en efecto, es capaz de penetrar de algún modo su objeto, que es Dios, con certeza y por las causas o razones de ser (es decir, en tal caso, por Dios mismo). Pero aquí el modo propio de conocer no son ya las necesidades conceptuales, es la connaturalidad de amor o la asimilación de amor con Dios; y por eso el modo mismo de conocer es aquí sobrenatural y suprarracional.

Saber incomunicable, ciencia que no consiste en aprender sino en padecer las cosas divinas, ciencia suprema que es la más nocturna y la más humanamente desasida, y que no es para los sabios sino para los pobres, pues no se forma por los conceptos sino por el amor de caridad.

Poco ha decíamos que en la ciencia de los fenómenos la inteligencia permanece en cierto modo fuera de la obra del saber. Aquí no es solamente la inteligencia del hombre la que está dentro del saber, está también su amor, está todo él en persona, está el yo humano completo con la Trinidad divina que mora en él. He querido, también yo, insistir sobre el hecho de que la contemplación mística, aunque sea por relación a todos nuestros modos naturales de conocer una nesciencia, y, como dicen el seudo-Dionisio y San Juan de la Cruz, un rayo de tinieblas para nuestra inteligencia, sin embargo es verdaderamente un saber y una ciencia, de tipo supereminente, un saber del cual un filósofo como Bergson, es su grandeza, ha reconocido ser de por sí más elevado y más seguro que el saber de los filósofos: por ello se nos hace más sensible la amplitud analógica de la palabra ciencia cuando se la vuelve a su verdadero sentido, y por ello vemos mejor qué miseria implica para el espíritu la restricción del saber al tipo, seguramente noble y digno en sí mismo, pero el menos elevado de que es capaz esa amplitud analógica, al tipo de saber empiriológico que caracteriza a las ciencias físicomatemáticas y generalmente a las ciencias de los fenómenos.


VI

LA EPISTEMOLOGÍA DEL MATERIALISMO DIALÉCTICO


Dejando de lado, por otra parte, los prejuicios y las posiciones tomadas por la escuela de Viena, dedúcese que de una manera general (no hablo de tal o cual vulgarizador) ella reconoce que la creencia tiene un dominio fuera del campo propio de la ciencia contra el cual la ciencia como tal no tiene que formular ninguna prohibición; unir la ciencia a una concepción general ateísta, o hablar de un "ateísmo científico" es a sus ojos un puro no-sentido. En esto se opone radicalmente a las tendencias, que ya he mencionado al comienzo de este capítulo, de la ideología marxista, y a la filosofía de la ciencia propuesta por el materialismo dialéctico.

Esta oposición me parece tanto más sugestiva cuanto que la teoría vienesa ha nacido de una reflexión – más o menos bien conducida – de lógicos y de sabios sobre las condicIones propias de la ciencia moderna; es, si puedo decido, de origen endogenético; por el contrario la teoría marxista de la ciencia es de origen exogenético, proviene de una concepción general del hombre y del mundo, de tendencia históricosocial, y es esta Weltanschauung la que impone a los partidarios del materialismo dialéctico una determinada interpretación de la ciencia. Si recordamos los lazos originales entre el marxismo y la izquierda hegeliana, no nos maravillaremos que la puerta que el neopositivismo deja abierta sobre el horizonte religioso sea, en la epistemología marxista, una puerta brutalmente cerrada.

Hay en esa epistemología un cierto número de rasgos que no son como para desagradar a un tomista: su aversión por el idealismo, su afirmación de la realidad del mundo exterior, la parte que concede al cuerpo en el conocimiento mismo (en las primeras etapas del conocimiento humano), la importancia (desgraciadamente principal) que reconoce a la causalidad material, el sentimiento que tiene del devenir histórico (y el cual, reducido a proporciones justas, sería un sentimiento altamente filosófico, pero que en ella lo devora todo). También el dogmatismo marxista, aunque nos aparezca como una falsificación de la verdadera fuerza doctrinal orgánica, al menos tiene el valor de la unidad sistemática. Y asimismo el ateísmo marxista, por absurdo que lo juzguemos, supone al menos que a la cuestión: Dios es o no es, es necesario que responda la razón humana, sin ocultarse en los paréntesis de una ciencia de los fenómenos de la que no querría salir.

Dicho esto, señalaré dos caracteres enteramente típicos de la epistemología marxista: lo que se puede llamar su practicidad y lo que se puede llamar su dialecticismo. Por el modo con que sostiene uno y otro, esta teoría de la ciencia es a mi parecer la destrucción de la ciencia.

En definitiva, el marxismo no solamente ordena a la acción al conocimiento como tal (lo cual, según Aristóteles, es propio solamente de una cierta categoría de conocimiento); sino que hace consistir el mismo conocimiento en una actividad sobre las cosas, en una actividad de trabajo y de dominación de la materia y de transformación del mundo: si Aristóteles tiene razón al considerar la actividad ad extra, la actividad "transitiva", como el modo propio de actividad, no del espíritu, sino precisamente de los cuerpos, de los agentes físicos, claro está que esa concepción demiúrgica del conocimiento es algo así como una idea de titanes todavía no indiferenciados de la materia y esclavos de ella, y que mueven en la tierra sus miembros hechos de raíces y de piedras.

Gran verdad es que el aspecto práctico predomina en. la ciencia desde Bacon y Descartes y que se ha impuesto con fuerza particular en los tiempos modernos, en razón de los estrechos vínculos entre nuestra ciencia y la industria. Pero ese aspecto práctico jamás llegará a abolir el irreductible valor especulativo de la ciencia, dicho de otro modo la relación de verdad, con sus criterios propios.

Admitimos que lo que en el mundo moderno interesa al sabio y lo alienta a trabajar en labores que conceden avaramente las delectaciones intelectuales, sea cada vez más el deseo de obrar sobre el mundo y de transformar la materia: ése es el fin del que obra (finis operantis). Pero el fin de la obra misma o de la ciencia misma (finis operis), lo que interesa a la ciencia como tal, el único término que persigue aun en cuanto interpretación matemática de los fenómenos, es todavía y siempre el conocer. La supresión de esa finalidad especulativa en las ciencias empiriológicas, la privación de su naturaleza especulativa, equivaldría a colocarse inmediatamente fuera de la cuestión; es una especie de barbarie que, si poseyese un poder eficaz, desecaría en su misma raíz la actividad cognoscitiva.

El segundo carácter de la epistemología marxista es su dialecticismo. Pretende encontrar en las ciencias mismas el proceso típico de la dialéctica entendida en el sentido que Marx da a esa palabra: el automovimiento de lo concreto por negación de la posición presente, negación de la negación, etc.; y como no puede llegar a él con la sola consideración de la relación de la ciencia con su objeto, ella viene a parar al movimiento de la ciencia misma en el tiempo, a la historia de la ciencia. Es una gran verdad que la ciencia humana, en virtud de su estructura, exige evolucionar en el tiempo, tener una historia, y que por consiguiente implica un cierto movimiento dialéctico, debido a la interacción de la lógica interna de las ideas con ] as necesidades y disposiciones del sujeto pensante. Pero lo que aquí quisiera advertir es el procedimiento típico del materialismo dialéctico: ese procedimiento consiste, no en reconocer solamente la importancia de la historia, sino en servirse de la historia de una cosa para escamotear la naturaleza de esa cosa, y explicar así la cosa reemplazándola por su historia. La historia de la poesía presupone la poesía. ¿Va usted a estudiar la poesía y a inquirir en qué consiste (lo cual, por lo demás, no impide, antes bien lo exige, referir también la historia de la poesía? De ningún modo: si usted quiere ser iniciado en los secretos de la dialéctica vaya a referir cómo la poesía se desenvuelve en la historia gracias a una serie de contradicciones internas, oposiciones y síntesis sucesivas, engendrando tal estado de la poesía a tal otro por autonegación, saliendo el romanticismo del clasicismo, y originándose la poesía proletaria de la poesía burguesa que al negarse se sobrepasa, etc. Y esto es todo, no hay nada más que decir de la poesía. El materialismo dialéctico la habrá explicado. Todo eso supone, bien entendido, unas nociones empíricas acumuladas en mayor o menor número sobre la poesía, pero ningún análisis filosófico de la naturaleza de ésta. Se pide a la historia la forma científica, la explicación que decididamente hace saber.

Aunque semejante historia sea exactamente referida, dichos estados bien observados y bien descriptos, toda la verdad que haya en esa supuesta explicación no habrá servido más que para imposibilitar y aniquilar los problemas de ciencia y filosofía referentes a la naturaleza del objeto y a la verdad constitutiva. Y, además, una tal historia no podría ser exactamente referida, precisamente porque no se contenta con ser una historia, sino que hace afluir hacia sí todas las pretensiones explicativas que ha arrebatado a la ciencia y a la filosofía. Usará inevitablemente de hechos de un modo arbitrario, la filosofía hará mentir a la historia y la historia hará mentir a la filosofía.

Así entendida y practicada, la dialéctica es un extraordinario instrumento de ilusión. Yo no soy absolutamente enemigo de la dialéctica, ni de la dialéctica en el sentido de la antigua lógica, ni de la dialéctica del concreto comprendida como un desarrollo histórico debido a la lógica interna de un principio o de una idea en acción en el concreto humano. Pero la dialéctica hegeliana es algo completamente diverso y ésa es la que ha arruinado todo. En cierto sentido, Marx está en relación con Hegel como Aristóteles con Platón. ha hecho descender la dialéctica hegeliana del cielo a la tierra: se ha hecho más perniciosa. En este momento hablo de la dialéctica hegeliana mudada por Marx y considerando su virtud lógica en estado puro. No hay ya causas y efectos en el ser; todo se hace absolutamente sólo en la historia por el juego de las antinomias inmanentes.

Mientras más realista quiera ser esa dialéctica y mientras más procure enseñorearse de lo real y trabajado, tanto más diluye lo real para recomponerlo según el capricho del espíritu en los esquemas de un universo lógico, o más bien de un devenir lógico. No sé si hago comprender perfectamente lo que me parece tan maravillosamente sofístico en ese procedimiento. Marx ha hablado de la mistificación de la dialéctica hegeliana. Su propia dialéctica, por el hecho mismo de que se cree realista, repite esa mistificación. Convierte la explicación histórica en un parásito del conocimiento de las naturalezas, un parásito que absorbe y aniquila en sí mismo al sujeto parasitado, y que no teniendo ya de qué vivir, vive y prospera tanto más, hecho ideal e ilusorio.

Pues bien, la epistemología marxista aplica ese procedimiento universal al caso particular de la ciencia. En principio admite un condicionamiento recíproco entre la teoría del conocimiento y la historia; de hecho se sirve de ésta para evitar los problemas auténticos de aquél. La relación de la física con lo real, y los problemas propios que plantea esa relación, pasan entonces a segundo término; y lo que guarda toda la importancia ante el espíritu es la relación de la física consigo misma (y con las condiciones culturales y económicas de la humanidad), y es un proceso dialéctico que explica el pasaje de una teoría física a otra teoría física.

La ciencia como energía específica de verdad, como vitalidad específica de la inteligencia, se ha desvanecido, aniquilado en una ilusión de explicación histórica que puede proporcionar abundantes materiales y visiones fecundas sobre el devenir humano de la ciencia y sobre sus conexiones culturales, pero que, en lo concerniente al problema epistemológico propiamente dicho, da al espíritu una satisfacción completamente ilusoria.

Quizás, después de estas consideraciones, comprendamos mejor la profunda oposición que existe entre la concepción neopositivista de la ciencia y la concepción materialista- dialéctica de la ciencia. A los ojos de los lógicos de la escuela de Viena, el materialismo dialéctico no puede aparecer sino como una metafísica de pésimo quilate, fundamentada sobre una idea de la materia no solamente tonta sino carente de sentido. Para la epistemología marxista las ideas de la escuela de Viena responden a una concepción "burguesa" y adialéctica que aísla artificialmente al entendimiento de todas las demás facultades de conocimiento, y por eso mismo "incapaz, nos dice un autor marxista, de producir una teoría utilizable del conocimiento".

Sobre ciertos puntos sin embargo, esas dos doctrinas llegan, por razones diferentes, a negaciones y rechazos parecidos. He dicho que el neopositivismo deja la puerta abierta a la fe (con la condición de que no sea un conocimiento) y a la teología (con la condición de que no sea un saber). Pero, igualmente lo hemos visto, respecto a la metafísica y a la filosofía especulativa es tan negativo como el marxismo.


VII

DE LA METAFÍSICA


Hemos notado que para Santo Tomás existen en el orden suprarracional unas sabidurías – la contemplación por unión de amor y la teología discursiva –, que son saberes propiamente dichos (en el sentido que la palabra "saber" o "ciencia" tenía para los antiguos y que respondía a la perfección cualitativa de un conocimiento llegado, en la línea propia del entendimiento, a una estructura adulta, si puedo hablar así, o de completa formación).

Pero si la contemplación y la teología pueden ser saberes, es a causa de que primeramente puede existir en el orden racional un saber que es sabiduría – una sabiduría accesible a nuestras fuerzas naturales de investigación y de demostración –. ¿Es posible que la inteligencia que se conoce y se juzga a sí misma, y que conoce y juzga reflexivamente de la naturaleza de la ciencia, sea incapaz de entrar ella misma en la obra del saber, es decir de ver en las cosas, y esté condenada a permanecer siempre fuera de esa obra, con el título de testigo y de regulador del sentido, como acontece en la ciencia de los fenómenos? Debe existir una ciencia, un saber de tal naturaleza que la inteligencia esté dentro de él y en él despliegue libremente sus más profundas aspiraciones de inteligencia precisamente en cuanto inteligencia. Tal es la metafísica.

A diferencia de la sabiduría mística, en la cual todo el hombre, inteligencia y corazón, está totalmente empeñado, y que es sobrenatural por su objeto y por su modo, la sabiduría metafísica es bajo esos dos títulos una sabiduría puramente natural; se resuelve enteramente en las evidencias naturales y racionales. y aunque desde el punto de vista del ejercicio sea preciso, como decía Platón, filosofar con toda el alma, desde el punto de vista de la especificación en ella está empeñada sólo la inteligencia del hombre. La sabiduría metafísica tiene por luz propia la inteligibilidad del ser extraída en estado puro (quiero decir sin referencia intrínseca a una construcción de la imaginación o a una experiencia del sentido), en el grado más elevado de la intuición abstractiva. Su objeto formal es el ser según su misterio propio, el ser precisamente en cuanto ser, siguiendo la frase de Aristóteles.

El positivismo, antiguo y nuevo, y el kantismo no comprenden que la metafísica es una ciencia auténtica, un saber, porque no comprenden que la inteligencia ve. Para ellos sólo el sentido es intuitivo, la inteligencia no tiene más que una función de enlace y de unificación. ¡Cállense por lo tanto!, pues no podemos decir yo, ni pronunciar un nombre del lenguaje, sin testificar que hay objetos en las cosas, es decir centros de visibilidad, que no alcanzan nuestros sentidos y que nuestra inteligencia alcanza. Y no hay sin duda una intuición intelectual angélica, en el sentido de Platón o de Descartes, quiero decir que esté libre de la mediación del sentido; indudablemente nada hay en el entendimiento que originalmente no provenga de la experiencia sensible. Pero precisamente la actividad del entendimiento desprende de esa experiencia y lleva en persona al fuego de la visibilidad inmaterial en acto los objetos que el sentido no podía descifrar en las cosas, y que la inteligencia, ella, ve; es éste todo el misterio de la operación abstractiva; y en esos objetos que ve, la inteligencia conoce sin verlos directamente los objetos trascendentales que no existen en el mundo de la experiencia sensible, es éste todo el misterio de la intelección ananoética o analógica. El problema de la metafísica se reduce en definitiva al problema de la intuición abstractiva, y al problema de saber si, en la cumbre de la abstracción, el ser mismo y en cuanto ser, que está embebido en el mundo de la experiencia sensible, pero que lo desborda por todas partes, es o no es el objeto de una tal intuición. Es esta intuición lo que hace al metafísico. Todos no la tienen. Y si se pregunta por qué el positivismo antiguo y nuevo y el kantismo desconocen esa intuición, es preciso responder, en definitiva, que es a causa de que existen filósofos que ven y filósofos que no ven.

En cuanto al materialismo dialéctico, su desconocimiento de los valores metafísicos no sólo significa que existen filósofos que no ven; significa que también existen filósofos que construyen un mundo sin ver. El dialéctico marxista se presenta como un mago que ha errado su vocación, sobre todo cuando critica o más bien explica la génesis de la razón metafísica y su futura integración final en el conocimiento empírico.

Existe en el mundo, nos dicen ellos, un vasto sector que todavía no está sometido por la ciencia a la dominación del hombre: pues bien, la metafísica y la religión (pues no distinguen esas dos cosas) no son más que una manera de anticipar mediante la imaginación una supremacía todavía no adquirida en la práctica; la razón metafísica se refiere al sector no dominado, que ella pretende construir teóricamente, de tal manera que lo domina en la imaginación. Dios y el ser en cuanto ser han sido creados para la dominación de ese sector que había quedado inaccesible. Cuando una dominación real y práctica reemplace a esa dominación imaginaria, las construcciones ilusorias de la metafísica y de la religión se derrumbarán por sí mismas. ¿Y en qué momento sucederá esto? ¡Oh!, sin duda alguna, cuando "la dominación práctica del mundo exterior esté asegurada por un grado tan elevado de las fuerzas productivas materiales, que el advenimiento de una sociedad sin clases y sin plusvalor personal entre en la esfera de lo posible." (Max Raphael)

He aquí, pues, evacuados los problemas y los objetos, que en todo tiempo los pensadores más universales y más calificados, que se llaman. Lao-'Tse, Çankara o Râmânoudja, Platón, Aristóteles o Plotino, Tomás de Aquino, Leibnitz o Hegel, han considerado como el terreno de la sabiduría.

¿Es indiscreto preguntar si esa misma evacuación histórica del universo de la sabiduría no presupone una intrepidez metafísica inconsciente de sí? Pues al fin de cuentas, ¿qué cosa asegura a los teóricos del materialismo dialéctico que el mundo material todo entero podrá ser sometido un día a la dominación del hombre? A menos que no sean tal vez las palabras del Génesis: "Llenad la tierra y dominadla." ¿Qué cosa les asegura que no solamente el mundo exterior sino el mundo interior, el que está dentro del hombre mismo, podrá ser así completamente dominado? En una palabra, ¿están seguros que no existe algún sector no dominable? Constituye una deshonestidad comercial el armar un almacén de ametralladoras diciendo: "Vendo paraguas."

Es una deshonestidad intelectual despachar la metafísica diciendo: "No hay más metafísica, abro una manufactura de hechos sociales." Sabemos nosotros, y profesamos que nuestras razones son metafísicas. Y por unas razones metafísicas que creemos buenas, estamos convencidos de la existencia de un sector no dominable. Pensamos que no es posible que por el solo esfuerzo del hombre y del conocimiento empírico sea vencida un día la muerte y satisfecho el deseo que el hombre lleva en su inteligencia y hasta en las fibras físicas de un ser. Afirmamos que la liberación exigida por el hombre es de tal naturaleza que la posesión del mundo todavía no lo dejaría saciado; juzgamos que el hombre es un curioso animal que no puede contentarse con nada menos que con el gozo absoluto.

Los dialécticos marxistas no pueden establecer que en todo esto nos engañamos, pues para hacer esa demostración les sería necesario aceptar una discusión explícitamente metafísica. Y sin embargo, mientras no demuestren que sus presuposiciones en esas materias son exactas, sus explicaciones y evacuaciones dialécticas deberán ser miradas como un simple engaño. Constituye una cierta satisfacción para el espíritu el arribo a posiciones y oposiciones tan absolutamente primordiales que los filósofos, por llenos que estén de respeto y de amenidad para con la persona de sus contradictores, nada puedan hacer sino renunciar a toda posibilidad de cortesía y decirse cosas ofensivas. Mientras no se haya resuelto negar a otro el derecho de existir intelectualmente, no hay conflicto filosófico verdaderamente radical.

Por eso, quizás, en virtud de una degradación del sentimiento de esa verdad, el uso de la injuria se halla tan extendido hoy en día en ciertos círculos de materialistas dialécticos – o de "pensadores' racistas, fascistas o falangistas, pues desde ese punto de vista de la lógica de la vituperación el mundo moderno está ricamente dotado – como en otros tiempos en ciertos círculos de teólogos.

Seamos, pues, indulgentes con ellos. Max Raphael es un filósofo marxista particularmente distinguido. He recibido un día la traducción francesa de uno de sus libros, La Théorie marxiste de la Connaissance, acompañada por el más delicado homenaje del autor; y con la lectura provechosa de esa interesante obra, tan cortésmente dedicada, he visto que Max Raphael no puede obrar de otro modo sino clasificar la metafísica tomista en la categoría de impostura beatona. Personalmente también estimo mucho los trabajos de Max Raphael; pero no puedo hacer otra cosa sino colocar la antimetafísica marxista en la categoría de la estafa dialéctica.

Añado que tengo una convicción tan firme de la agilidad infinita del procedimiento dialéctico y de la posibilidad de que haga salir de sí en tiempo oportuno todo lo que se quiera, que no pierdo la esperanza de que un día el materialismo dialéctico encuentre el medio de explicar que está en pleno acuerdo con la metafísica, con la teodicea, hasta con la revelación, y también que las llama inevitablemente.


VIII

DE LA FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA


Es preciso indicar aún, para terminar esta exposición, que en las perspectivas tomistas la metafísica no constituye toda la filosofía especulativa, sólo constituye su más elevada categoría.

Debajo de la metafísica y por encima de las ciencias de tipo empiriológico, existe otro grado del saber, el de la filosofía de la naturaleza. La filosofía de la naturaleza conoce el mismo mundo que las ciencias empiriológicas, el mundo del cambio y del movimiento, de la naturaleza sensible y material; pero en ella la resolución de los conceptos se hace en el ser inteligible, no en lo observable y en lo mensurable como tales. Eso es lo que la distingue de las ciencias empiriológicas. En la filosofía de la naturaleza como en la metafísica la inteligencia conoce abstractivamente el ser; pero – a diferencia de lo que sucede en la metafísica – esta vez no es ya el ser según su misterio propio; conoce el ser precisamente en cuanto revestido de movimiento material y según el misterio propio del mundo del hacerse. Su objeto es el ens mobile; no el ser en cuanto ser, sino el ser en cuanto sometido al movimiento y al devenir. Si en ella la función del juicio desemboca, como en las ciencias empiriológicas, en las verificaciones sensibles, están aquí esas verificaciones para asegurar la verdad del juicio, no para constituir su misma significación. Ésta corresponde a los objetos de pensamiento que son naturalezas inteligibles, esencias – dianoéticamente alcanzadas en sí mismas por medio de las propiedades – y libertadas por la abstracción a la cual hemos llamado, retomando las indicaciones de Cayetano sobre la abstractio formalis, intensiva o tipológica, Y sólo con la cual comienza el saber.

Paréceme bastante notable que, en relación al estado de espíritu neopositivista que hemos considerado en este ensayo, mientras más se desciende hacia el plano de la ciencia de los fenómenos, tanto más difícil aparece la tarea de reconocer la existencia de grados de conocimiento superior a ese plano. Los espíritus penetrados de los prejuicios neopositivistas admitirán todavía, sin dejar de alterar más o menos la noción, la existencia del teólogo. Mayor dificultad mostrarán para admitir la del metafísico; y mucha mayor todavía para admitir la del filósofo de la naturaleza, desgraciada especie intermedia metida como una cuña entre la ciencia de los fenómenos y la metafísica.

Esa no es una razón para abandonar la filosofía de la naturaleza a los prejuicios y a las ignorancias que tratan de debilitar su campo propio. Por el contrario, es una razón para defender con mayor firmeza los derechos del humilde y primordial sector del conocimiento donde se origina a decir verdad toda la discusión de la ciencia y de la filosofía. Claro está que si la inteligencia humana es capaz de intuición abstractiva, es ante todo en el orden más connatural a la inteligencia humana, o sea en el orden de la naturaleza sensible, donde debe ejercer ese poder. Un conocimiento filosófico del movimiento, de la acción transitiva, de la substancia corporal, del organismo viviente, de la vida sensitiva, viene de este modo a completar, procediendo según un tipo noético y un léxico conceptual muy diferentes, los conocimientos empiriológicos procurados sobre la naturaleza por la ciencia de los fenómenos y del detalle experimental, por la ciencia en el sentido moderno de la palabra.

Si los seres matemáticos de razón que el físico usa y que establece apoyado en los datos de la observación y de la medición están fundamentados en la realidad y significan así en cierta manera a ésta, es porque, por una parte, las cualidades sensibles tienen un valor de realidad transubjetiva – la justificación crítica de esta afirmación es tarea del metafísico –; y también porque, por otra parte, la cantidad, en el sentido ontológico de esa palabra, es el primer accidente de la substancia corporal, y porque el mundo de la materia está realmente constituido in mensura et numero et pondere, empapado por las determinaciones de un Número y de una Medida cuyos principios o unidades ontológicas evaden por lo demás nuestros medios de investigación. El estudio de la cantidad física, de la cantidad como primer accidente de la substancia corporal, pertenece al filósofo de la naturaleza.

Observemos aquí que algunos problemas, por ejemplo el problema de la constitución de la materia, pueden aparecer como comunes a la ciencia y a la filosofía (a la filosofía de la naturaleza). En realidad no les son comunes sino materialmente. Formalmente, en uno y otro caso revisten un sentido diferente, si es verdad, según pensamos, que el tipo de abstracción, conducente aquí a definiciones de orden ontológico, allí a definiciones de orden empiriológico, es específicamente diferente.

El problema de la constitución de la materia significa para el físico: ¿cuáles son las últimas entidades espaciotemporales físicomatemáticamente elaboradas que permiten interpretar en un sistema coherente las observaciones y las medidas recogidas por nuestros instrumentos sobre los cuerpos de la escala atómica? Ese "mismo" problema significa para el filósofo: ¿cuáles son los últimos principios ontológicos, impuestos al espíritu por el análisis de lo real inteligible, que expliquen esta especie de substancia, es decir de esencia hecha para existir per se, que se llama la substancia corporal?

Esos dos problemas son específicamente diferentes; para poseer un conocimiento completo del mundo natural, sería preciso poder responder a uno y otro; el filósofo de la naturaleza no responde convenientemente al segundo problema a menos que haga ver cómo su respuesta puede armonizarse con la respuesta del sabio, y encontrar una confirmación en los datos científicos filosóficamente criticados. Pero pretender que una cuestión suprime a la otra o la vuelve superflua, pretender que la respuesta a la primera cuestión traería la solución de la segunda o haría desaparecer del espíritu el planteo mismo de la segunda, sería un puro no-sentido. Con toda tranquilidad puede desarrollarse la ciencia en su línea propia sin que encuentre a la filosofía; pero la inteligencia, cuando se da cuenta de la esencial insatisfacción en que la dejan, no digo solamente las respuestas, sino los problemas y las respuestas de la ciencia, comprende que debe remontarse a un punto de vista superior, desde donde se le descubrirá otro mundo, infinito también él, que es el de la explicación filosófica.

Acabo de decir que entre las ciencias de la naturaleza y la filosofía de la naturaleza hay una distinción específica. Me doy cuenta que toco aquí un problema sobre el cual están divididos espíritus eminentes. Los antiguos tomistas consideraban la filosofía de la naturaleza, con los diversos tratados experimentales que están vinculados con ella, como una species atoma. Pero precisamente las ciencias experimentales de su tiempo no se habían constituido de un modo autónomo y estaban orientadas hacia la explicación filosófica; era, pues, normal que fueran consideradas como una parte – la parte inductiva – de la filosofía de la naturaleza. El desarrollo moderno de la ciencia proporciona aquí al filósofo un nuevo dato, y ante ese nuevo dato es preciso que encontremos una aplicación nueva de los principios antiguos, lo cual no destruye a éstos, sino que testimonia su vitalidad y su eficacia.

Ya lo hemos observado al principio de este capítulo, nada sería más perjudicial que el desconocimiento de la conciencia que tienen los sabios de su propio hábito, y de sus exigencias, y el cual es algo enteramente diverso de la interpretación filosófica que los positivistas proponen de él.
Esa distinción específica entre las ciencias de la naturaleza y de la filosofía de la naturaleza se funda en la diferencia específica de abstracción, digo de abstracción fundamental (de parte del mismo objeto), que conduce en un punto a definiciones de tipo empiriológico, en otro a definiciones de tipo ontológico, y que implica puntos de vista formales diferentes. La tradición escolástica admite que en el segundo grado de abstracción hay una distinción específica entre la aritmética y la geometría; no constituye una paradoja mayor la admisión de una diversidad de especies en el seno de! primer grado de abstracción.

Cuando en su Lógica trata del saber de simple comprobación (quoad an est) y del saber de explicación (propter quid), el mismo Juan de Santo Tomás afirma esta distinción específica. El conocimiento de simple comprobación, dice, el conocimierrto experimental como tal, no implica la abstracción inteligible que hace conocer la cosa por su esencia o por su quiddidad. Nuestras posiciones no son sino una aplicación de esos principios al caso de la ciencia moderna, la cual en cuanto experimental es un saber de simple comprobación, y, en cuanto explicativa, usa de entidades de razón fundamentadas in re, ante todo de entidades matemáticas, seres de razón que reemplazan a los seres de razón filosóficos.

Según esa manera de ver, la psicología experimental, por ejemplo, a medida que se dé cuenta mejor de su punto de vista propio y de su método propio, comprenderá cada vez mejor, no por cierto que debe limitarse, como falsamente creen los vieneses, a una pura psicología del comportamiento, excluida de todo dato y de toda interpretación introspectivos, sino que ha de resolver sus conceptos ante todo en lo observable como tal, procedente esto último de la introspección o de la observación externa; por otra parte, gracias a los esquemas que dependen en definitiva (y en diversos grados) del ser de razón fundamentado in re, ella podrá llevar a buen término su resolución y asegurarse en su línea propia un valor explicativo. Así se afirmará cada vez mejor su distinción específica de la psicología racional, la cual depende no precisamente de la metafísica, sino más bien de la filosofía de la naturaleza, de la física en el sentido aristotélico de esa palabra.

Es conveniente agregar que hay complementaridad recíproca entre ciencia y filosofía. Tomadas cada una por sí sola, la una y la otra son, bajo títulos por lo demás muy diferentes, un saber incompleto.

Por una parte se podría decir que la ciencia empiriológica de la naturaleza constituye una "especie incompleta", una species incompleta et imperfecta, porque, como es una experiencia matematizada, no posee primeros principios inteligibles que le sean propios en el orden físico: por esta causa sus progresos tienen un estilo revolucionario, en razón misma de la mutabilidad de sus fundamentos; su firmeza es la de una obra de arte bien hecha más que la de un conocimiento fijado en el ser por intuiciones primeras no desarraigables.

Por otra parte la filosofía de la naturaleza es incompleta en otro sentido; tiene ciertamente unos primeros principios inteligibles que le son propios en el orden físico, pero no puede conducirlos hasta todo lo que hay para conocer en la realidad que es su propio campo o "sujeto" de investigación. La ciencia empiriológica de la naturaleza y la filosofía de la naturaleza deben completarse mutuamente como el alma y el cuerpo.

La distinción entre una y otra no suprime su íntimo, viviente y necesario nexus. Yo no creo que el sabio – y el comportamiento de algunos de los más grandes físicos de nuestros días es muy sugestivo desde este punto de vista – pueda otorgarse a sí mismo la elaboración por su propia cuenta, aunque fuese de un modo poético, de concepciones de filosofía de la naturaleza que desempeñen para él la función de principios reguladores (en el sentido kantiano de este término).

Recíprocamente el filósofo de la naturaleza permanecerá en un estadio infantil, o aun construirá una metafísica de la ignorancia en lugar de una filosofía de la naturaleza, si no une a ésta, de una manera muy estrecha y para hablar así substancial, con las ciencias de los fenómenos en el estado al cual ellas han llegado en su tiempo.

El deseo de evitar las uniones peligrosas, deseo sabio entre todos, no debe ser llevado hasta la separación – también hasta el aniquilamiento de la filosofía de la naturaleza – o y ésta ya no subsistiría si se la redujese a una metafísica encargada solamente de decimos – y ésas son propiamente cuestiones metafísicas – "en qué condiciones es posible una experiencia física cualquiera". O también "cuáles son las condiciones de la posibilidad de una exterioridad espacio-temporal diversa y cambiante" (F. Renoirte)

La filosofía de la naturaleza tampoco subsistiría si se pretendiese fundamentada solamente sobre los hechos de experiencia común, con exclusión de los hechos científicos. Los hechm establecidos por el sabio – o, más exactamente las incidencias existenciales y experimentales de la construcción científica – suministran materiales positivos a la obra del filósofo de la naturaleza, con la condición de que esos hechos sean sometidos a un esclarecimiento filosófico, quiero decir filosóficamente criticados, y tratados a la luz de certezas más universales y más profundas previamente establecidas que evaden la competencia del sabio como tal, y que se refieren a hechos de otro orden, los cuales son precisamente hechos filosóficos, no "hechos científicos".

No se imagine el filósofo por eso "que puede aceptar las palabras del físico con una significación más rica que la que es estrictamente suficiente para la expresión de los resultados experimentales" (F. Renoirte). Acepta esas palabras y no debe aceptadas sino en el sentido del físico. Pero él coloca los resultados experimentales designados por esas palabras en relación con las verdades que no interesan al físico. Importa que no haya por eso ningún malentendido. Las complacencias del concordar y las extrapolaciones de una filosofía muy apresurada por terminar deben ser tenidas por faltas particularmente inconvenientes contra la inteligencia; y claro está que no se podía dar una significación ontológica a unas fórmulas que, por estar elaboradas según el estilo propio de la ciencia moderna de los fenómenos, no tienen sino un sentido empíricoesquemático o empíricométrico. Lo pedido al filósofo de la naturaleza es, o bien – cuando es posible – que reconceptualice, a base de los datos experimentales y gracias a las nociones filosóficas ya establecidas por él, y por un análisis riguroso, las nociones en las cuales el sabio expresa los hechos, o bien que reúna como del exterior esas nociones en base de sus propias verdades, que se encontrarán por eso no demostradas sino confirmadas.

En cuanto a las teorías científicas – o, más exactamente, a las proyecciones especulativas de la construcción científica – es necesario que ellas mismas se pongan en contacto con la filosofía de la naturaleza, al menos como proporcionando los cuadros de estampería por la cual el filósofo se representa el mundo físico, y en cuanto que él debe mostrar que no hay incompatibilidad entre su doctrina y esas teorías.

La discusión de las teorías más características de la epistemología contemporánea nos ha hecho atravesar las diversas clases típicamente diferenciadas del saber humano, desde las sabidurías del orden suprarracional hasta la filosofía de la naturaleza y las ciencias empiriológicas. Pueda esa rápida investigación haber fortalecido en nosotros el sentimiento de que la ciencia no es algo uniforme y unívoco, sino una realidad y una vida singularmente múltiple y polivalente, que se transfigurará analógicamente de grado en grado.

A pesar de su oposición, el neopositivismo y el materialismo dialéctico finalizan por caminos diferentes en ciertas negaciones comunes: si uno y otro tienen razón, no hay más que una ciencia, 'la ciencia de los fenómenos, pura y aun purista en un caso, ocasionada en el otro caso por el gran desvarío dialéctico. Y no existe la sabiduría. La inteligencia, cegada por el empirismo o alucinada por la explicación histórica, es una esclava al servicio del sentido.

Si el tomismo tiene razón, toda la verdad que el neopositivismo ha discernido sobre la ciencia de los fenómenos es mantenida y salvada, como toda la verdad discernida por el materialismo dialéctico sobre el movimiento de la historia y la evolución del concreto social. Pero por encima de la ciencia de los fenómenos existen otras ciencias que son sabidurías, porque alcanzan, en su misterio mismo, bajo razones muy diferentes por lo demás, al mismo ser, ese ser del que la inteligencia tiene hambre y sed. Y por encima del trabajo del hombre en el tiempo para sujetar la naturaleza en su favor y para eliminar progresivamente de la sociedad las formas de esclavitud, está la actividad del hombre en lo eterno, la cual es una actividad de sabiduría y de amor, y por la cual la inteligencia y el corazón del hombre se apoderan de un bien sin límites, no "dominado", no "dominable", pero que finalmente se da a sí mismo como objeto de fruición.